La palabra carcinoma consigue que no sepas
dónde estás, que pierdas el rumbo. Al menos, ese es mi caso. Pero, a veces, hay que perderse para encontrarse. Ese
también es mi caso. Ha sido necesario perder el control de mi existencia para
empezar a encontrarla. ¡Disfrutando de mis contradicciones!
Volver a encontrar los puntos cardinales de
mi vida me está llevando mucho tiempo. En todos estos meses ha habido días en
los que me orientaba a la perfección y, por el contrario, también los ha habido
en los que no sabía ni por dónde salía el sol. Pero con el tiempo, se aprende a
vivir con esto, te vas encontrando, y poco a poco, esas piezas del puzzle
vital, que tras la sacudida del diagnóstico salieron disparadas, van volviendo
a encajar.
Llega la radioterapia, y con ella, todo
termina de cobrar sentido. La verdad es que si no fuera porque tener que pasar
por unas sesiones de radioterapia implica que hay posibles células malas, se lo
recomendaría a todo el mundo. Sobre todo, a los que no encuentran el norte.
De todas las etapas que he quemado, es la
menos traumática, al menos de momento y ya voy casi por la mitad. Mi
tratamiento consiste en una dosis total de 50 Gy que atravesarán mi cicatriz y
mi espacio supraclavicular en veinticinco sesiones, una cada día. 2 Gy diarios
para terminar de encontrarme. Me he librado de la radiación en la axila, pero
vamos, ya puestos a enchufar la tostadora, me habría dado igual.
Antes de las sesiones te hacen un escáner,
para determinar dónde es más probable que quede alguna célula loca y perdida, y
sobre todo para conocer con exactitud dónde están los órganos para no achicharrarlos.
Yo que soy una amazona de las zurdas, agradezco esta precisión y meticulosidad,
ya que gracias a estos miles de cálculos no me fríen el corazoncillo, que de
momento, aún funciona.
Cuando sales del escáner te regalan la
brújula torácica. Cuatro puntos de tinta negra tatuados en la piel, formando
una cruz, constituyendo lo que será la nueva rosa de mis vientos. En mi caso,
además de marcarme sobre el tórax el norte, sur, este y oeste, tengo un punto
extra apuntando al noroeste. Siempre me costó orientarme y debió verse en el
escáner... Con ellos consiguen que durante las sesiones siempre te pongas en la
misma posición, que no te desorientes, que la máquina sepa cuál es el rumbo
fijado.
A simple vista estos puntos cardinales apenas
se ven, pueden incluso confundirse con pecas o lunares, pero yo los conozco y
cada vez que los miro, sobre todo el norte que es el que más veo, me digo a mi
misma : -Ya sabes hacia dónde vamos, no te vas a volver a perder .
Y con la brújula nueva, recién tatuada,
empiezan las sesiones. Mi hora son las seis de la tarde, de lunes a viernes, en
el mismo sitio y con la misma gente; un montón de perdidos como yo con sus
nuevas brújulas. Conozco los nombres de los que entran antes que yo. Está Paco,
el hombre de bigote que siempre se coloca en el mismo asiento de la sala de
espera. Victoria, una amazona de las mías, que siempre va con su marido, que
también tiene un bigote enorme. ¡Qué diferencia con la sala de espera de la
quimio, aquí casi todos tenemos pelo! Y muchos más, que por tener la sesión
después de mi no sé sus nombres, pero conozco sus historias.
Las sesiones son cortas, por no decir que
cortísimas. Te colocas en la camilla, brazo izquierdo sobre la cabeza, cabeza
girada 45º al lado contrario y lo más importante, una vez que los técnicos han
alineado su norte con el tuyo, ya no te puedes mover. Respirar y pestañear sí
te dejan…
Los técnicos se van de la sala y ahí te
quedas, rodeada de soledad electromagnética. ¿Qué mejor momento para
reencontrarse?
Los dos primeros días los pasé mirando a mi
alrededor. El campo de visión es limitado por la posición de la cabeza, y la
curiosidad grande. No se ve nada, no se siente nada, no duele, ni pica, ni
quema. El tercer día la curiosidad inicial había desaparecido y decidí contar
los segundos que dura la sesión. Cuando va a incidir el haz sobre ti, se
enciende una luz roja en la sala y suena un pitido que indica que hay rayos X
de alta energía sueltos. El acelerador lineal (o tostadora) aparece por mi
este, como el sol, y hace cuatro paradas antes de desparecer por mi poniente
torácico. Cuatro paradas de veintidós segundos en cada una, más cinco segundos
extra en las dos últimas paradas. Noventa y ocho segundos, y se acaba la
sesión.
A pesar de lo cortas que son, se agradece
este parón diario. Da igual si al salir te esperan un millón de asuntos
pendientes, lo ajetreado que haya sido tu día o lo que te ha costado aparcar.
Da igual incluso si media hora antes te han robado la cartera (aún tengo la
esperanza de que me llamen porque la han encontrado y me devuelvan la
documentación). Durante los minutos que estás sobre la camilla, el resto del
mundo se para, y yo también, ya que no puedo moverme.
Así que, lo mejor es cerrar los ojos y
pensar. Y encontrarse. Hay días muy trascendentales en los que me lamento por
estar ahí, inmóvil, enferma. Hay otros días en los que me felicito por haber
llegado hasta aquí, inmóvil, curada, orgullosa de haber superado las etapas
anteriores. Y luego hay otros días en los que simplemente no pienso en nada, o
sigo el consejo de mi sobrino cuando no puede dormirse, hacer un abecedario de
animales…Ardilla, ballena, cachalote, delfín, elefante…pero nunca lo termino.
¡No hay animales que empiecen por x ni w!
Hoy cumplo 24 Gy, ya veo la luz al final de
este largo túnel, y cuando salga de él…sabré donde está mi norte.
Yegua, zorro… y fin del tratamiento.