El comienzo de mi historia
como amazona zurda fue de golpe y sin avisar, como lo
hacen los momentos que te cambian la vida y que sabes que ya nunca olvidarás.
El final, sin embargo, está siendo muy meditado, ya que han sido muchas las
ocasiones en las que me he sentado ante un folio en blanco, dispuesta a
recapitular la historia de mi cáncer. Hasta hoy me ha resultado imposible
ponerle un punto final porque, pese a mi insistencia en hacerlo tras cada
capítulo que escribía, siempre quedaba pendiente una revisión, un análisis o
una operación. Hasta ahora, y muy a mi pesar, todos mis puntos eran
suspensivos…
Ha llegado el momento de despedirme,
y no se me ocurre una idea mejor para escribir un epílogo que hacerlo usando
algunos de los títulos de las entradas del blog. Cada uno de los capítulos de
“Una Amazona Zurda” representa un trozo de mi camino para llegar a este punto y
final, al verdadero fin de esta historia y el principio de todas las
demás.
He cerrado este enorme círculo dos
años después de la primera sesión de quimioterapia, de ese veneno
para vivir, del día en que estrené mi carpeta roja, la
misma que ahora coge polvo en una estantería y que ya sólo abro cada seis meses
para las revisiones. El lunes me operaron. La tercera, la última y espero que
la definitiva. Volver al quirófano ha supuesto volver a tiritar de frío y miedo
mientras esperaba que la anestesia me nublara la vista, despertar sin recordar
exactamente qué me habían hecho esta vez, mirar desesperadamente los drenajes
(ahora mismo llevo dos y los miro cada cinco minutos) como si se pudiera
controlar el volumen de sangre de una herida sólo con una mirada, o estar boca
arriba mirando el techo porque no puedes moverte ni un centímetro…Todas mis
operaciones han tenido dolorosos puntos en común, y a raíz de esta última ha
sido inevitable que me vinieran a la mente las dos cirugías previas, sobre todo
la primera, ese doce del doce, la operación en la que
la tristeza rellenó el hueco de la teta que me quitaron.
Qué largo se me hizo el tiempo desde
ese día hasta el de mi segunda operación, en que con un poco más de dolor y
parte del músculo dorsal, volví a tener dos tetas. La
tercera operación era el recambio del expansor por la prótesis definitiva junto
con la simetrización de la mama contralateral; resumiendo, la operación ha
consistido en ponerme dos prótesis de silicona e intentar que queden iguales.
Nunca serán las que tuve, pero ya no me importa, porque el vivir sin una teta
primero y con un expansor después me ha enseñado que sí, que fui
mucho más que una teta y que ahora seré mucho más que dos.
He empezado recordando las
operaciones, pero no me he olvidado de todo lo que hubo antes; la
niebla química no ha conseguido sacarme de la cabeza ni un sólo
momento desde aquel día en que sin quererlo me tocó ser la octava,
esa una rodeada de siete afortunadas y sus catorce tetas sanas. Por si a lo
largo de estos dos años alguna de las sensaciones vividas ha perdido intensidad
en mi memoria, he releído todos los capítulos del blog.
Se me encoge el ombligo con los
primeros episodios, en realidad con todos, como si el vagón de mi
montaña rusa jamás hubiera llegado a la vía muerta (o vía viva) de
estar curada. Los intervalos de seis meses entre revisión y revisión se pasan
volando, pero leyendo el blog es inevitable recordar lo eterno que fue ese
mismo plazo cuando de quimioterapia se trataba.
La quimioterapia, ese otro gran
capítulo de esta experiencia … aquel año sin verano que duró como cien
inviernos, y en el que tuve que aceptar, entre otras muchas cosas, que se
me iba a caer el pelo. Recuerdo con nitidez la fecha de las
dieciséis sesiones y sus correspondientes pinchazos, así como otros muchos días
grabados en mi calendario oncológico, tristes velas dignas de ser sopladas,
ojalá que muchos años.
Echando la vista atrás, me he dado
cuenta de que no tiene demasiado sentido recordar fechas de desgracias ya
pasadas; toca tacharlas del calendario, como taché cada una de las veinticinco
sesiones que duró la radioterapia.
Ha llegado el momento del amor
fati, de crear un destino en el que el cáncer no sea mi primer y último
pensamiento, de quitarle el protagonismo de mi existencia. Que quede relegado a
momentos puntuales, a ese 9 de enero de 2022, donde si todo
va bien acabará mi terapia hormonal y podremos sacar a Frozen del
congelador; o todos los octubres rosas que están por
venir, y en los que recordaré ese primer lazo que colgué de la solapa de mi
cazadora vaquera durante un congreso de pacientes con cáncer de mama y que ahí
sigue, recordándome todo lo que he aprendido sobre esta enfermedad y sobre mí misma
desde ese día.
Así se presenta mi futuro, inevitablemente
ligado al cáncer de mama, la enfermedad que me ha marcado igual que lo han
hecho las cicatrices que me atraviesan el cuerpo.
Un futuro en el que no podré vivir
“como si nada” pero en el que haré lo posible por hacerlo “a pesar de todo”.
En
este cuento no hay un continuará. Y punto.