Desde que me diagnosticaron el cáncer, no
hago planes más allá de cinco años. No ha sido elección mía, me baso en la
medicina. No sé la razón científica, pero los estudios sobre recaídas,
supervivencia libre de enfermedad, efectos de nuevos tratamientos, etc, ponen
como meta este plazo. A algunas personas, incluso si pasan sesenta meses tras
la enfermedad, les dan el alta y se consideran curadas. La razón verdadera la
desconozco, pero a veces pienso que alguien, en algún lugar, ha estudiado la
esperanza de vida de una célula cancerígena, y que trascurrido el plazo de
cinco años, esas células se mueren de viejas, o de aburrimiento.
Estar viva al menos cinco años después del
diagnóstico es también mi horizonte. Concretamente mi primera meta es el 9 de
enero del año 2022. Justo ese día habré completado la última etapa de
tratamiento, la más larga. El tamoxifeno.
La primera pastilla la tomé el 9 de enero, y la duración del tratamiento son,
como no podía ser de otra forma, cinco años. Mil ochocientas veinticinco
pastillas que mantendrán a raya los estrógenos que alimentaron el crecimiento
de mi tumor. Mil ochocientas veinticinco veces que recordaré que tengo (o he
tenido) cáncer.
Mi nuevo status
se resume en esta foto, una inversión perceptual creo que la llaman. Soy
ambigua, como la mujer de la imagen. Soy joven, podría ser la chica de nariz
respingona y con sombrero que está de espaldas, no se le ve la cara, pero
podría tener treinta y cinco años y haber pasado por un cáncer de mama. Sin
embargo, hormonalmente, me parezco más a la otra persona que se ve en la foto.
Exagerando un poco, soy una anciana. Soy esa viejica de mirada triste y
barbilla prominente.
No es la primera vez que observo esta imagen
y hasta ahora siempre me aparecía primero la mujer joven, ¿por qué ahora ya no la veo a
ella en el primer vistazo? Quizá sea uno de los efectos secundarios del tamoxifeno,
sentirse identificado con iguales. Y yo,
a pesar de que no lo soy, a veces me siento una anciana en un cuerpo joven.
No debo ir desencaminada, y así debe verme
también alguna gente. Cuando volví al trabajo después de la operación y el
parón navideño, una compañera me dijo que me veía la misma sonrisa juvenil de
siempre, pero que en la mirada parecía que había envejecido una década (espero
que no lo dijera porque me viera alguna arruga).
Después de lo que llevo pasado, una pastilla
diaria no tendría que tener la menor importancia. Es más, además del efecto
terapéutico como modulador de los receptores estrogénicos (esta descripción no
es mía, la he copiado del larguísimo prospecto) tiene un efecto beneficioso
sobre mi calenturienta mente. He leído que, a veces, cuando la gente termina un
tratamiento oncológico, puede aparecer un sentimiento de desasosiego. Una
versión del síndrome de Estocolmo pero en el Hospital de día. Sentir que ya se
ha terminado el tratamiento y que hasta la siguiente revisión no se puede hacer
nada, “sólo” vivir, o intentar seguir viviendo. El tamoxifeno en este caso es mi pastilla
contra esa desazón, porque cada vez que lo tomo, sé que si por mi cuerpo queda
alguna célula de las malas, la estoy matando de hambre. Por fin estoy dejando
de ver mitosis al cerrar los ojos.
A pesar de todas estas ventajas, considero
que tengo un comportamiento particular a la hora de aceptar las etapas de mi
enfermedad. Aspectos que a otras amazonas les han parecido importantes, para mí
no lo han sido, mientras que otros que para el resto son secundarios, en mi
caso me han dado mucho que pensar. Esta rareza, por ponerle un nombre suave a
mis paranoias, la corroboré en la revisión tras la operación. La ginecóloga me
preguntó que qué había sido peor para mí, si la quimioterapia o la cirugía. Es
la versión negativa de “¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. La
mayoría debe de decir que lo peor es la quimio; lo sé por testimonios de otros enfermos y por
la cara que puso la ginecóloga cuando yo elegí la cirugía. Cualquiera de las
dos etapas fue horrible, eso no es discutible pero, a diferencia del resto, los
días después de la operación fueron para mí infinitamente peores que los
dieciséis pinchazos de quimioterapia. Y eso que no me dolía…
Con respecto a esta nueva etapa con el
tamoxifeno, mi comportamiento está también alterado. Sé que es algo reversible,
que los posibles efectos secundarios son
llevaderos, que en realidad no soy una menopáusica en sentido estricto…pero no
puedo evitar pensar en la imagen de la joven y anciana.
Una vez más, debo considerarme afortunada en
mi desgracia. Conozco algunos casos con tumores hormonodependientes como el mío
a los que esta alteración hormonal les produce muchos efectos. Yo, por el
contrario y de momento, no la llevo mal. Como me pasó con la quimio, de los infinitos efectos
secundarios que puede tener esta pastilla, yo no tengo ninguno. El más común de
todos son los sofocos, y yo, como soy friolera, ni siquiera los siento. Bueno,
siendo sincera, a veces noto cómo se me calientan las orejas pero, vamos, ni
siquiera le doy importancia, y menos en estos días gélidos de enero.
Me guste o no tener una parte de anciana
estrogénica, es lo que hay. El tamoxifeno, junto con la radioterapia que pronto
empezaré, son los ases que me quedan en la manga para llegar a mi meta de dentro
de cinco eneros ¿Qué pasará después? ¿Qué será de mí el lunes 10 de enero del
año 2022? No tengo nada planeado, pero ya no tendría que tomar pastillas, ya no
formaría parte de esos gráficos que analizo, en los que el eje X no va más allá
de cinco años. Con suerte mi nuevo eje de abcisas se ampliará hasta…que me pise
el autobús.
Lo explico. Son muchas, quizá demasiadas, las
ocasiones en las que he pensado en la muerte estos últimos meses. Al contar mis
pensamientos macabros a personas de mi entorno, algunas me decían que sí, que
claro que podría morir si me pisaba un autobús al salir a la calle. ¿Por qué
todo el mundo pone el ejemplo de morir pisado por un autobús o en su defecto
que te caiga un macetero al ir andando cundo hablan de muertes improbables? Son tantas las veces que me lo han
dicho, que creo que empiezo a pensar que pueda ser la causa de mi muerte.
Dejando a un lado la broma, no sé si a partir
de ese día de 2022 dejaré de ver a la anciana de la foto en primer lugar. Si
conseguiré que mi sonrisa juvenil le gane a la triste experiencia que me
envejece la mirada. Sea como sea, de una
cosa estoy segura, quiero llegar a convertirme en anciana por edad, y no sólo por
las hormonas.