domingo, 22 de enero de 2017

9 de enero de 2022

Desde que me diagnosticaron el cáncer, no hago planes más allá de cinco años. No ha sido elección mía, me baso en la medicina. No sé la razón científica, pero los estudios sobre recaídas, supervivencia libre de enfermedad, efectos de nuevos tratamientos, etc, ponen como meta este plazo. A algunas personas, incluso si pasan sesenta meses tras la enfermedad, les dan el alta y se consideran curadas. La razón verdadera la desconozco, pero a veces pienso que alguien, en algún lugar, ha estudiado la esperanza de vida de una célula cancerígena, y que trascurrido el plazo de cinco años, esas células se mueren de viejas, o de aburrimiento.
Estar viva al menos cinco años después del diagnóstico es también mi horizonte. Concretamente mi primera meta es el 9 de enero del año 2022. Justo ese día habré completado la última etapa de tratamiento, la más larga. El tamoxifeno. La primera pastilla la tomé el 9 de enero, y la duración del tratamiento son, como no podía ser de otra forma, cinco años. Mil ochocientas veinticinco pastillas que mantendrán a raya los estrógenos que alimentaron el crecimiento de mi tumor. Mil ochocientas veinticinco veces que recordaré que tengo (o he tenido) cáncer.
Mi nuevo status se resume en esta foto, una inversión perceptual creo que la llaman. Soy ambigua, como la mujer de la imagen. Soy joven, podría ser la chica de nariz respingona y con sombrero que está de espaldas, no se le ve la cara, pero podría tener treinta y cinco años y haber pasado por un cáncer de mama. Sin embargo, hormonalmente, me parezco más a la otra persona que se ve en la foto. Exagerando un poco, soy una anciana. Soy esa viejica de mirada triste y barbilla prominente.
No es la primera vez que observo esta imagen y hasta ahora siempre me aparecía primero  la mujer joven, ¿por qué ahora ya no la veo a ella en el primer vistazo? Quizá sea uno de los efectos secundarios del tamoxifeno, sentirse identificado con iguales.  Y yo, a pesar de que no lo soy, a veces me siento una anciana en un cuerpo joven.
No debo ir desencaminada, y así debe verme también alguna gente. Cuando volví al trabajo después de la operación y el parón navideño, una compañera me dijo que me veía la misma sonrisa juvenil de siempre, pero que en la mirada parecía que había envejecido una década (espero que no lo dijera porque me viera alguna arruga).
Después de lo que llevo pasado, una pastilla diaria no tendría que tener la menor importancia. Es más, además del efecto terapéutico como modulador de los receptores estrogénicos (esta descripción no es mía, la he copiado del larguísimo prospecto) tiene un efecto beneficioso sobre mi calenturienta mente. He leído que, a veces, cuando la gente termina un tratamiento oncológico, puede aparecer un sentimiento de desasosiego. Una versión del síndrome de Estocolmo pero en el Hospital de día. Sentir que ya se ha terminado el tratamiento y que hasta la siguiente revisión no se puede hacer nada, “sólo” vivir, o intentar seguir viviendo.  El tamoxifeno en este caso es mi pastilla contra esa desazón, porque cada vez que lo tomo, sé que si por mi cuerpo queda alguna célula de las malas, la estoy matando de hambre. Por fin estoy dejando de ver mitosis al cerrar los ojos.
A pesar de todas estas ventajas, considero que tengo un comportamiento particular a la hora de aceptar las etapas de mi enfermedad. Aspectos que a otras amazonas les han parecido importantes, para mí no lo han sido, mientras que otros que para el resto son secundarios, en mi caso me han dado mucho que pensar. Esta rareza, por ponerle un nombre suave a mis paranoias, la corroboré en la revisión tras la operación. La ginecóloga me preguntó que qué había sido peor para mí, si la quimioterapia o la cirugía. Es la versión negativa de “¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. La mayoría debe de decir que lo peor es la quimio;  lo sé por testimonios de otros enfermos y por la cara que puso la ginecóloga cuando yo elegí la cirugía. Cualquiera de las dos etapas fue horrible, eso no es discutible pero, a diferencia del resto, los días después de la operación fueron para mí infinitamente peores que los dieciséis pinchazos de quimioterapia. Y eso que no me dolía…
Con respecto a esta nueva etapa con el tamoxifeno, mi comportamiento está también alterado. Sé que es algo reversible, que los posibles efectos secundarios son llevaderos, que en realidad no soy una menopáusica en sentido estricto…pero no puedo evitar pensar en la imagen de la joven y anciana.
Una vez más, debo considerarme afortunada en mi desgracia. Conozco algunos casos con tumores hormonodependientes como el mío a los que esta alteración hormonal les produce muchos efectos. Yo, por el contrario y de momento, no la llevo mal. Como me pasó con la quimio, de los infinitos efectos secundarios que puede tener esta pastilla, yo no tengo ninguno. El más común de todos son los sofocos, y yo, como soy friolera, ni siquiera los siento. Bueno, siendo sincera, a veces noto cómo se me calientan las orejas pero, vamos, ni siquiera le doy importancia, y menos en estos días gélidos de enero.
Me guste o no tener una parte de anciana estrogénica, es lo que hay. El tamoxifeno, junto con la radioterapia que pronto empezaré, son los ases que me quedan en la manga para llegar a mi meta de dentro de cinco eneros ¿Qué pasará después? ¿Qué será de mí el lunes 10 de enero del año 2022? No tengo nada planeado, pero ya no tendría que tomar pastillas, ya no formaría parte de esos gráficos que analizo, en los que el eje X no va más allá de cinco años. Con suerte mi nuevo eje de abcisas se ampliará hasta…que me pise el autobús.
Lo explico. Son muchas, quizá demasiadas, las ocasiones en las que he pensado en la muerte estos últimos meses. Al contar mis pensamientos macabros a personas de mi entorno, algunas me decían que sí, que claro que podría morir si me pisaba un autobús al salir a la calle. ¿Por qué todo el mundo pone el ejemplo de morir pisado por un autobús o en su defecto que te caiga un macetero al ir andando cundo hablan de muertes improbables? Son tantas las veces que me lo han dicho, que creo que empiezo a pensar que pueda ser la causa de mi muerte.

Dejando a un lado la broma, no sé si a partir de ese día de 2022 dejaré de ver a la anciana de la foto en primer lugar. Si conseguiré que mi sonrisa juvenil le gane a la triste experiencia que me envejece la mirada.  Sea como sea, de una cosa estoy segura, quiero llegar a convertirme en anciana por edad, y no sólo por las hormonas.

domingo, 1 de enero de 2017

Amor fati

Me he acostumbrado a las malas noticias. Mi mente ha aprendido a plantear el peor escenario posible, y por desgracia, en bastantes ocasiones no me he equivocado. Ya he hablado de esto anteriormente, no es nada nuevo. La novedad en mi modus operandi es que he dejado de buscar un por qué. Me he dado cuenta de que no lo hay. Intento no martirizarme buscando esa razón lógica que me responda a la gran pregunta: ¿Por qué a mí? ¿Cuál es la probabilidad de tener un cáncer con mi edad? No hay componentes genéticos conocidos, mi estilo de vida no es tan malo como para justificar la existencia de un tumor, no me he expuesto a demasiados productos cancerígenos en mi ambiente laboral; ni siquiera podría atribuírselo a ninguna maldición o hechizo de una bruja. Será cosa del destino. Hablemos del destino.
Amor fati.  “Amor del destino”. Un buen amigo a menudo usa esa expresión cuando le cuento mis penas, y en los últimos meses, por desgracia, me la ha dicho bastantes veces. Amor fati es una actitud que a mi modo de ver es la única manera de encajar el exceso de desgracias en la vida. Según esta teoría, todo lo que sucede, incluida la amargura y las pérdidas, hay que verlo como algo positivo, ya que forma parte de un proceso, cuyo destino final es algo bueno.
Recuerda un poco a la teoría de Frankl en su libro “El hombre en busca de sentido”, que las personas en los campos de concentración podían soportar condiciones extremas de sufrimiento si eran capaces de encontrarle un significado. No importa la genética, ni la juventud, ni la fortaleza; lo que importa es saber encontrarle sentido al sufrimiento. No pretendo compararme con las víctimas del Holocausto, ni mucho menos, pero en lo que a mis desgracias se refiere, es muy difícil encontrarle significado al dolor, sobre todo cuando éste es tan intenso, tan agudo, que lo único que apetece es cerrar los ojos y esperar a que pase.
Es complicado aplicar este término a toda mi vida, y más contando que el futuro es impredecible y mi objetivo final aún está por determinar. Pero el pasado 2016, que por suerte ha quedado atrás, ha sido mi ejemplo perfecto de “Pequeño Amor Fati”.
Han sido meses muy dolorosos, en los que le vida me ha dado golpes duros, algunas veces tan seguidos que ni siquiera he tenido tiempo de coger aire para esperar al siguiente. Yo, que vivía convencida de que el mundo, o al menos mi mundo, era un lugar agradable y que a las personas buenas les pasan cosas buenas. ¡Qué ilusa!
Mi balance: ya que la cosa va de términos latinos…Annus horribilis. Entre esos golpes, que también recibimos los que nos consideramos buena gente, está el cáncer. Aceptar una enfermedad, que está avanzada en el momento del diagnóstico por el tamaño del tumor y un ganglio centinela positivo, que hay que recibir quimioterapia con todos y cada uno de sus efectos, que la operación será radical y que, además, hay que quitar los ganglios en busca de metástasis. Qué palabra más horrible.
Mis posibilidades de resultados ganglionares eran todos malos: macrometástasis, micrometástasis o células aisladas. En ningún caso me planteé la posibilidad de que salieran limpios ya que, como he dicho, me he acostumbrado a las malas noticias, y la sombra del centinela positivo rondaba por mi cabeza permanentemente. He llegado a estar tan obsesionada con las metástasis ganglionares que recuerdo haber soñado que me habían extraído veintisiete y los resultados de anatomía patológica decían que había afectación en veintinueve. ¡El colmo de la desgracia es que los ganglios afectados se multipliquen fuera del cuerpo…!
Unos días antes de que acabara el año, llegó el informe de anatomía patológica. Los resultados del análisis del tumor no merece la pena comentarlos mucho. Era un tumor, eso ya se sabía. Medida final, 1.5 cm; no respondió muy bien a la quimio ni ha habido remisión completa, pero ya no eran los casi 3 cm iniciales. Algo es algo.
Lo importante, la causa de mi angustia, los ganglios. No había veintinueve afectados. Ni siquiera habían extraído tantos en la operación. Me habían sacado quince y el informe del patólogo ponía, textualmente, “SIN EVIDENCIA DE INFILTRACIÓN TUMORAL”. Un escenario que no había contemplado, una buena noticia por fin. Y encontré el significado a este año. El 27 de diciembre, por poco no llego. Todos mis sufrimientos tuvieron un sentido: ser consciente de que soy afortunada dentro de mi desgracia. Me voy a curar. Cuatro palabras que justifican todas y cada una de las lágrimas.
Este año que hoy empieza lo hago con el pelo corto, con quince ganglios y una teta menos y con una cicatriz muy grande, pero también empieza sin tumor, sin cáncer, sin células ávidas de dividirse para matarme.

Este es mi nuevo destino, y éste sí me gusta. Amor vitae.