jueves, 7 de junio de 2018

¿Como si nada?


El comienzo de mi historia como amazona zurda fue de golpe y sin avisar, como lo hacen los momentos que te cambian la vida y que sabes que ya nunca olvidarás. El final, sin embargo, está siendo muy meditado, ya que han sido muchas las ocasiones en las que me he sentado ante un folio en blanco, dispuesta a recapitular la historia de mi cáncer. Hasta hoy me ha resultado imposible ponerle un punto final porque, pese a mi insistencia en hacerlo tras cada capítulo que escribía, siempre quedaba pendiente una revisión, un análisis o una operación. Hasta ahora, y muy a mi pesar, todos mis puntos eran suspensivos…
Ha llegado el momento de despedirme, y no se me ocurre una idea mejor para escribir un epílogo que hacerlo usando algunos de los títulos de las entradas del blog. Cada uno de los capítulos de “Una Amazona Zurda” representa un trozo de mi camino para llegar a este punto y final, al verdadero fin de esta historia y el principio de todas las demás.
He cerrado este enorme círculo dos años después de la primera sesión de quimioterapia, de ese veneno para vivir, del día en que estrené mi carpeta rojala misma que ahora coge polvo en una estantería y que ya sólo abro cada seis meses para las revisiones. El lunes me operaron. La tercera, la última y espero que la definitiva. Volver al quirófano ha supuesto volver a tiritar de frío y miedo mientras esperaba que la anestesia me nublara la vista, despertar sin recordar exactamente qué me habían hecho esta vez, mirar desesperadamente los drenajes (ahora mismo llevo dos y los miro cada cinco minutos) como si se pudiera controlar el volumen de sangre de una herida sólo con una mirada, o estar boca arriba mirando el techo porque no puedes moverte ni un centímetro…Todas mis operaciones han tenido dolorosos puntos en común, y a raíz de esta última ha sido inevitable que me vinieran a la mente las dos cirugías previas, sobre todo la primera, ese doce del doce, la operación en la que la tristeza rellenó el hueco de la teta que me quitaron.
Qué largo se me hizo el tiempo desde ese día hasta el de mi segunda operación, en que con un poco más de dolor y parte del músculo dorsal, volví a tener dos tetas. La tercera operación era el recambio del expansor por la prótesis definitiva junto con la simetrización de la mama contralateral; resumiendo, la operación ha consistido en ponerme dos prótesis de silicona e intentar que queden iguales. Nunca serán las que tuve, pero ya no me importa, porque el vivir sin una teta primero y con un expansor después me ha enseñado que sí, que fui mucho más que una teta y que ahora seré mucho más que dos.
He empezado recordando las operaciones, pero no me he olvidado de todo lo que hubo antes; la niebla química no ha conseguido sacarme de la cabeza ni un sólo momento desde aquel día en que sin quererlo me tocó ser la octava, esa una rodeada de siete afortunadas y sus catorce tetas sanas. Por si a lo largo de estos dos años alguna de las sensaciones vividas ha perdido intensidad en mi memoria, he releído todos los capítulos del blog.
Se me encoge el ombligo con los primeros episodios, en realidad con todos, como si el vagón de mi montaña rusa jamás hubiera llegado a la vía muerta (o vía viva) de estar curada. Los intervalos de seis meses entre revisión y revisión se pasan volando, pero leyendo el blog es inevitable recordar lo eterno que fue ese mismo plazo cuando de quimioterapia se trataba.
La quimioterapia, ese otro gran capítulo de esta experiencia … aquel año sin verano que duró como cien inviernos, y en el que tuve que aceptar, entre otras muchas cosas, que se me iba a caer el peloRecuerdo con nitidez la fecha de las dieciséis sesiones y sus correspondientes pinchazos, así como otros muchos días grabados en mi calendario oncológico, tristes velas dignas de ser sopladas, ojalá que muchos años.
Echando la vista atrás, me he dado cuenta de que no tiene demasiado sentido recordar fechas de desgracias ya pasadas; toca tacharlas del calendario, como taché cada una de las veinticinco sesiones que duró la radioterapia.
Ha llegado el momento del amor fati, de crear un destino en el que el cáncer no sea mi primer y último pensamiento, de quitarle el protagonismo de mi existencia. Que quede relegado a momentos puntuales, a ese 9 de enero de 2022, donde si todo va bien acabará mi terapia hormonal y podremos sacar a Frozen del congelador; o todos los octubres rosas que están por venir, y en los que recordaré ese primer lazo que colgué de la solapa de mi cazadora vaquera durante un congreso de pacientes con cáncer de mama y que ahí sigue, recordándome todo lo que he aprendido sobre esta enfermedad y sobre mí misma desde ese día.
Así se presenta mi futuro, inevitablemente ligado al cáncer de mama, la enfermedad que me ha marcado igual que lo han hecho las cicatrices que me atraviesan el cuerpo.

Un futuro en el que no podré vivir “como si nada” pero en el que haré lo posible por hacerlo “a pesar de todo”.

En este cuento no hay un continuará. Y punto.

sábado, 27 de enero de 2018

Dos tetas...


Algunas heridas son tan pequeñas que, en el caso de dejar una cicatriz, a veces ni recuerdas qué las causó. O las vas olvidando y con ellas, la memoria de un fugaz dolor. Pero las grandes cicatrices son otra historia, recuerdos de grandes heridas, tan dolorosas que fue necesario hilo y aguja para intentar cerrarlas. En cualquier caso, sean grandes o pequeñas, esa piel ya nunca volverá a ser la misma.
Aprendí a vivir sin una teta y con una cicatriz, de las grandes, de las que duelen, de las que te atraviesan el tórax y el alma. La mía era una delgada línea que separaba lo que pudo ser y no fue de lo que tuvo que ser y será. Esa costura me recordaba los planes que jamás cumplí, ese cumpleaños que celebré sin velas en un quirófano, el pelo que perdí, las tetas que no recuperaré y las risas que se ahogaron entre lágrimas. En ese lado estaban las noches sin dormir, el eterno nudo en el ombligo y la pena, mucha pena.
Pero todas las líneas separan dos planos, dos partes, dos mundos, dos vidas. Y eso también lo hizo mi cicatriz. Era el recordatorio de que hubo un día en el que la fuerza le venció al sufrimiento, de que sobreviví al cáncer, o mejor, que sobreviví a la vida misma. Era el lado de las cosas buenas que estaban por venir, de las personas que no me dejaron rendirme, de los planes B, siempre mejores que aquellos a los que el cáncer convirtió en papel mojado. Durante todo ese año, tuve que quererme de cicatriz para dentro y retomar mi vida de prótesis hacia fuera. Y, más o menos, creo que lo conseguí. En cualquier caso, hablo de ella en pasado.
Esa cicatriz ya no está, porque hace dos semanas entré de nuevo al quirófano para reconstruir lo que un día me quitaron. La primera de las dos operaciones, ya que aún no está todo terminado y unas tetas perfectas llevan su tiempo. Consiste en que cogen parte del músculo dorsal y piel de la espalda y lo pasan por un túnel por debajo de la piel a la altura de la axila y…. tachán…te hacen una teta. Lo he resumido en una línea, pero no es una operación sencilla, y no hablo de la técnica que desde luego, no controlo.
Es difícil explicar que aun siendo estética, una cirugía no es divertida, y aunque a la mayoría se lo parezca, reconstruir una teta “no es lo de menos”.
Me desperté de la anestesia llorando. No lo recuerdo, pero no me extrañó cuando me lo contaron… Hay cosas que nunca cambian y yo seré una llorica, independientemente del número de tetas que tenga… Lo que sí recuerdo es que miré mi silueta tapada por la sábana y notaba que ahí había algo. Levanté un poco la sábana y miré, y ahí estaba…es la teta de Frankestein, hecha con un trozo de mi espalda, pero es mi teta y me gusta.
La miré varias veces, o quizá muchas, poco más podía hacer, ya que durante 24 horas, tuve que estar en la URPA, la unidad post-anestesia donde estábamos la flor y nata de los operados de ese día, vigilados de manera continua para evitar que alguna complicación estropeara nuestro sueño de nunca volver a estar allí. Boca arriba, sin poder moverme, con un manguito que me tomaba la tensión cada 15 minutos, día y noche, y un sensor de saturación de oxígeno que a poco que se moviera del dedo hacía que saltaran todas las alarmas. Pensé mucho y dormí poco, a pesar del colocón de enantyums, nolotyles y hasta morfina (aunque esta operación “es lo de menos” duele bastante). Mientras observaba a los compañeros de habitación que mi limitada movilidad y mi postura me permitía, fui consciente de que las seis personas que allí estábamos, teníamos en común una noche en vela y una nueva cicatriz, de las que no se olvidan, porque siempre nos recordarán que son otro paso dado.
Unos habrían dado una gran zancada y otros quizás dimos un paso pequeño porque ya llevamos mucho camino recorrido, pero en cualquier caso, pasos son.
Y si algo he aprendido de esta enfermedad es que para poder avanzar, a cada paso que se va dando, hay que echarle mucho valor. Cada vez que me miraba la teta nueva pensaba en que otra vez había llegado el momento de buscar y sacar esa fuerza que una vez tuve y que guardé, creyendo que una vez terminado el tratamiento, no la volvería a necesitar.
La recuperación física está siendo llevadera, sobre todo cuando te quitan los drenajes y el paso de los días hace desaparecer al robot que controla tus movimientos. Las nuevas y estéticas cicatrices me tiran un poco, la espalda me molesta, el brazo izquierdo lo muevo poco, llevar una faja día y noche no es divertido y tengo la sensación de que jamás volveré a dormir boca abajo, pero lo que más cuesta sin duda es volver a encontrar la fuerza de aquella amazona zurda. La misma que tuve que sacar para que una teta no tuviera la capacidad de destruir 35 años de autoestima. Fuerza para ir mirándome y que duela cada día un poco menos. Fuerza para terminar la fase que ahora empieza y que me da que no será un camino de rosas.
La cirugía plástica me ha quitado una gran cicatriz y me ha dado una nueva teta, y a mí me corresponde conseguir que mis heridas no sangren de pena. Es el momento de aprender la enésima lección de vida, de quererme de cicatriz para fuera, de aceptar lo que fui, lo que soy y lo que nunca seré.
Tiran más dos tetas...Así que si ya lo hice una vez con sólo una, volveré a conseguirlo con las dos.

miércoles, 15 de marzo de 2017

El fin de esta historia y el principio de todas las demás

Llevo meses queriendo teclear el título de este capítulo, decidido desde hace mucho, desde el momento en que comencé a escribir mi historia. Esta frase ha retumbado en mi cabeza un montón de noches, en las que antes de dormir me repetía:  - Esto también pasará, llegará el fin de esta pesadilla… 
Recuerdo las palabras de la radióloga el día que me hicieron el escáner; parece que ha pasado un siglo y ni siquiera ha vuelto a ser mayo todavía: -Es un año malo, pero después volverás a recuperar tu vida- me dijo, mientras en la pantalla de un ordenador se cargaban imágenes de mi espalda, mi hígado y mis pulmones. Lugares en los que buscar metástasis.
Ese día yo no sabía aún nada de todo lo que hoy sé; hacía apenas una hora que me habían dicho que tenía un tumor, que me habían sacado sangre en una sala llena de enfermeras dándose el relevo y contándome casos de amigas, cuñadas y gente que estaba estupendamente después de pasarlo. Acababa de salir de una prueba en la que iban a evaluar hasta dónde había llegado mi cáncer. Estaba en plena montaña rusa.
¿Un año? No voy a poder aguantar tanto, fue lo único que pude contestarle.
Hoy, 15 de marzo del año 2017 termina esta historia, de momento y ojalá que para siempre.  Dieciséis chutes de quimioterapia, una cirugía radical, veinticinco sesiones de radioterapia y veinte entradas a un blog. Y aquí sigo, trescientos trece días después, y los que vengan. Yo, que no daba un duro por mí, parece que lo he conseguido.
Soy consciente de que aún me queda mucho camino por recorrer. Para empezar, tengo entre las asignaturas pendientes toda la parte estética, que es posible que me lleve tiempo. ¡Hay que elegir las tetas nuevas y eso quiero hacerlo bien!
Además, cuando por fin vuelva a ser mayo se inauguran las revisiones, espero que la primera de muchas. Así que, considerando que las consultas con la oncóloga serán para siempre, la radióloga se confundió aquella tarde; Este proceso no dura un año, dura una vida entera.
Me toca aprender a vivir con eso y aceptar, con la perspectiva que sólo me dará el tiempo, lo que me ha pasado y, sobre todo, lo que quiero que pase a partir de hoy. Ahora es el momento de intentar recuperar mi vida, aunque sé que jamás será, ni quiero que sea, como la que tenía antes de que un tumor luminal se cruzara en mi camino.
Siento que es el momento de ir cerrando etapas. De ir terminando esta historia para poder empezar todas las demás. Y este blog ha sido eso, la historia de mi cáncer por capítulos, y el cáncer ya no está. Son las últimas palabras que quiero dedicarle.
No es una despedida definitiva; mucha gente ha leído mis historias, ha seguido mis avances a través de cada episodio y algunos incluso me escriben y me cuentan que han aprendido un montón sobre el cáncer (de mama) y sobre cómo nos sentimos los que nos enfrentamos a esta enfermedad. Yo, que egoístamente he contado mi historia para sentirme mejor, soy incapaz de imaginar que esto le haya servido a alguien más, pero si así ha sido, habrá merecido doblemente la pena.
Por eso, es posible que después de la primera revisión vuelva a escribir, o que cuente mis avances con la cirugía plástica y reconstructiva. Según me vaya pidiendo el cuerpo. Lo que sé es que hoy, y por suerte, no tengo nada nuevo que contar.
Son muchos los blogs que sigo, blogs de personas como yo, que podrían ser yo, con cánceres como el mío, con sentimientos semejantes a los que yo tengo y que, de repente, un día dejan de escribir. Lo más normal es que una vez se supera esta etapa y va pasando el tiempo, tanto el cáncer como el blog pierden protagonismo en la vida del enfermo o, mejor dicho, del superviviente.
En estos casos, la falta de noticias es en sí una buena noticia, pero mi delirante imaginación siempre piensa: - ¿y si no escribe porque le ha pasado algo? ¿Y si ha pasado lo peor?  
No quiero despedirme del cáncer a la francesa, porque hacerlo sería dejar mi historia sin final, y una historia sin final siempre deja abierta la posibilidad de una segunda parte. No quiero secuelas de este cuento.
Y la mejor manera de terminar es por el principio…
Así empezó mi historia: “Una de cada ocho mujeres tendrá un cáncer de mama en su vida”.
Es cierto, he sido esa octava a la que le ha tocado el cáncer. Pero hasta que las pruebas de imagen y los marcadores tumorales no demuestren lo contrario, desde hoy, soy una de las otras siete.
Aquí está mi final feliz.

Y colorín colorado, mi calvario ha terminado.

lunes, 20 de febrero de 2017

La brújula

La palabra carcinoma consigue que no sepas dónde estás, que pierdas el rumbo. Al menos, ese es mi caso. Pero, a veces, hay que perderse para encontrarse. Ese también es mi caso. Ha sido necesario perder el control de mi existencia para empezar a encontrarla. ¡Disfrutando de mis contradicciones!
Volver a encontrar los puntos cardinales de mi vida me está llevando mucho tiempo. En todos estos meses ha habido días en los que me orientaba a la perfección y, por el contrario, también los ha habido en los que no sabía ni por dónde salía el sol. Pero con el tiempo, se aprende a vivir con esto, te vas encontrando, y poco a poco, esas piezas del puzzle vital, que tras la sacudida del diagnóstico salieron disparadas, van volviendo a encajar.
Llega la radioterapia, y con ella, todo termina de cobrar sentido. La verdad es que si no fuera porque tener que pasar por unas sesiones de radioterapia implica que hay posibles células malas, se lo recomendaría a todo el mundo. Sobre todo, a los que no encuentran el norte.
De todas las etapas que he quemado, es la menos traumática, al menos de momento y ya voy casi por la mitad. Mi tratamiento consiste en una dosis total de 50 Gy que atravesarán mi cicatriz y mi espacio supraclavicular en veinticinco sesiones, una cada día. 2 Gy diarios para terminar de encontrarme. Me he librado de la radiación en la axila, pero vamos, ya puestos a enchufar la tostadora, me habría dado igual.
Antes de las sesiones te hacen un escáner, para determinar dónde es más probable que quede alguna célula loca y perdida, y sobre todo para conocer con exactitud dónde están los órganos para no achicharrarlos. Yo que soy una amazona de las zurdas, agradezco esta precisión y meticulosidad, ya que gracias a estos miles de cálculos no me fríen el corazoncillo, que de momento, aún funciona.
Cuando sales del escáner te regalan la brújula torácica. Cuatro puntos de tinta negra tatuados en la piel, formando una cruz, constituyendo lo que será la nueva rosa de mis vientos. En mi caso, además de marcarme sobre el tórax el norte, sur, este y oeste, tengo un punto extra apuntando al noroeste. Siempre me costó orientarme y debió verse en el escáner... Con ellos consiguen que durante las sesiones siempre te pongas en la misma posición, que no te desorientes, que la máquina sepa cuál es el rumbo fijado.
A simple vista estos puntos cardinales apenas se ven, pueden incluso confundirse con pecas o lunares, pero yo los conozco y cada vez que los miro, sobre todo el norte que es el que más veo, me digo a mi misma : -Ya sabes hacia dónde vamos, no te vas a volver a perder .
Y con la brújula nueva, recién tatuada, empiezan las sesiones. Mi hora son las seis de la tarde, de lunes a viernes, en el mismo sitio y con la misma gente; un montón de perdidos como yo con sus nuevas brújulas. Conozco los nombres de los que entran antes que yo. Está Paco, el hombre de bigote que siempre se coloca en el mismo asiento de la sala de espera. Victoria, una amazona de las mías, que siempre va con su marido, que también tiene un bigote enorme. ¡Qué diferencia con la sala de espera de la quimio, aquí casi todos tenemos pelo! Y muchos más, que por tener la sesión después de mi no sé sus nombres, pero conozco sus historias.
Las sesiones son cortas, por no decir que cortísimas. Te colocas en la camilla, brazo izquierdo sobre la cabeza, cabeza girada 45º al lado contrario y lo más importante, una vez que los técnicos han alineado su norte con el tuyo, ya no te puedes mover. Respirar y pestañear sí te dejan…
Los técnicos se van de la sala y ahí te quedas, rodeada de soledad electromagnética. ¿Qué mejor momento para reencontrarse?
Los dos primeros días los pasé mirando a mi alrededor. El campo de visión es limitado por la posición de la cabeza, y la curiosidad grande. No se ve nada, no se siente nada, no duele, ni pica, ni quema. El tercer día la curiosidad inicial había desaparecido y decidí contar los segundos que dura la sesión. Cuando va a incidir el haz sobre ti, se enciende una luz roja en la sala y suena un pitido que indica que hay rayos X de alta energía sueltos. El acelerador lineal (o tostadora) aparece por mi este, como el sol, y hace cuatro paradas antes de desparecer por mi poniente torácico. Cuatro paradas de veintidós segundos en cada una, más cinco segundos extra en las dos últimas paradas. Noventa y ocho segundos, y se acaba la sesión.
A pesar de lo cortas que son, se agradece este parón diario. Da igual si al salir te esperan un millón de asuntos pendientes, lo ajetreado que haya sido tu día o lo que te ha costado aparcar. Da igual incluso si media hora antes te han robado la cartera (aún tengo la esperanza de que me llamen porque la han encontrado y me devuelvan la documentación). Durante los minutos que estás sobre la camilla, el resto del mundo se para, y yo también, ya que no puedo moverme.
Así que, lo mejor es cerrar los ojos y pensar. Y encontrarse. Hay días muy trascendentales en los que me lamento por estar ahí, inmóvil, enferma. Hay otros días en los que me felicito por haber llegado hasta aquí, inmóvil, curada, orgullosa de haber superado las etapas anteriores. Y luego hay otros días en los que simplemente no pienso en nada, o sigo el consejo de mi sobrino cuando no puede dormirse, hacer un abecedario de animales…Ardilla, ballena, cachalote, delfín, elefante…pero nunca lo termino. ¡No hay animales que empiecen por x ni w!
Hoy cumplo 24 Gy, ya veo la luz al final de este largo túnel, y cuando salga de él…sabré donde está mi norte.

Yegua, zorro… y fin del tratamiento.

domingo, 22 de enero de 2017

9 de enero de 2022

Desde que me diagnosticaron el cáncer, no hago planes más allá de cinco años. No ha sido elección mía, me baso en la medicina. No sé la razón científica, pero los estudios sobre recaídas, supervivencia libre de enfermedad, efectos de nuevos tratamientos, etc, ponen como meta este plazo. A algunas personas, incluso si pasan sesenta meses tras la enfermedad, les dan el alta y se consideran curadas. La razón verdadera la desconozco, pero a veces pienso que alguien, en algún lugar, ha estudiado la esperanza de vida de una célula cancerígena, y que trascurrido el plazo de cinco años, esas células se mueren de viejas, o de aburrimiento.
Estar viva al menos cinco años después del diagnóstico es también mi horizonte. Concretamente mi primera meta es el 9 de enero del año 2022. Justo ese día habré completado la última etapa de tratamiento, la más larga. El tamoxifeno. La primera pastilla la tomé el 9 de enero, y la duración del tratamiento son, como no podía ser de otra forma, cinco años. Mil ochocientas veinticinco pastillas que mantendrán a raya los estrógenos que alimentaron el crecimiento de mi tumor. Mil ochocientas veinticinco veces que recordaré que tengo (o he tenido) cáncer.
Mi nuevo status se resume en esta foto, una inversión perceptual creo que la llaman. Soy ambigua, como la mujer de la imagen. Soy joven, podría ser la chica de nariz respingona y con sombrero que está de espaldas, no se le ve la cara, pero podría tener treinta y cinco años y haber pasado por un cáncer de mama. Sin embargo, hormonalmente, me parezco más a la otra persona que se ve en la foto. Exagerando un poco, soy una anciana. Soy esa viejica de mirada triste y barbilla prominente.
No es la primera vez que observo esta imagen y hasta ahora siempre me aparecía primero  la mujer joven, ¿por qué ahora ya no la veo a ella en el primer vistazo? Quizá sea uno de los efectos secundarios del tamoxifeno, sentirse identificado con iguales.  Y yo, a pesar de que no lo soy, a veces me siento una anciana en un cuerpo joven.
No debo ir desencaminada, y así debe verme también alguna gente. Cuando volví al trabajo después de la operación y el parón navideño, una compañera me dijo que me veía la misma sonrisa juvenil de siempre, pero que en la mirada parecía que había envejecido una década (espero que no lo dijera porque me viera alguna arruga).
Después de lo que llevo pasado, una pastilla diaria no tendría que tener la menor importancia. Es más, además del efecto terapéutico como modulador de los receptores estrogénicos (esta descripción no es mía, la he copiado del larguísimo prospecto) tiene un efecto beneficioso sobre mi calenturienta mente. He leído que, a veces, cuando la gente termina un tratamiento oncológico, puede aparecer un sentimiento de desasosiego. Una versión del síndrome de Estocolmo pero en el Hospital de día. Sentir que ya se ha terminado el tratamiento y que hasta la siguiente revisión no se puede hacer nada, “sólo” vivir, o intentar seguir viviendo.  El tamoxifeno en este caso es mi pastilla contra esa desazón, porque cada vez que lo tomo, sé que si por mi cuerpo queda alguna célula de las malas, la estoy matando de hambre. Por fin estoy dejando de ver mitosis al cerrar los ojos.
A pesar de todas estas ventajas, considero que tengo un comportamiento particular a la hora de aceptar las etapas de mi enfermedad. Aspectos que a otras amazonas les han parecido importantes, para mí no lo han sido, mientras que otros que para el resto son secundarios, en mi caso me han dado mucho que pensar. Esta rareza, por ponerle un nombre suave a mis paranoias, la corroboré en la revisión tras la operación. La ginecóloga me preguntó que qué había sido peor para mí, si la quimioterapia o la cirugía. Es la versión negativa de “¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. La mayoría debe de decir que lo peor es la quimio;  lo sé por testimonios de otros enfermos y por la cara que puso la ginecóloga cuando yo elegí la cirugía. Cualquiera de las dos etapas fue horrible, eso no es discutible pero, a diferencia del resto, los días después de la operación fueron para mí infinitamente peores que los dieciséis pinchazos de quimioterapia. Y eso que no me dolía…
Con respecto a esta nueva etapa con el tamoxifeno, mi comportamiento está también alterado. Sé que es algo reversible, que los posibles efectos secundarios son llevaderos, que en realidad no soy una menopáusica en sentido estricto…pero no puedo evitar pensar en la imagen de la joven y anciana.
Una vez más, debo considerarme afortunada en mi desgracia. Conozco algunos casos con tumores hormonodependientes como el mío a los que esta alteración hormonal les produce muchos efectos. Yo, por el contrario y de momento, no la llevo mal. Como me pasó con la quimio, de los infinitos efectos secundarios que puede tener esta pastilla, yo no tengo ninguno. El más común de todos son los sofocos, y yo, como soy friolera, ni siquiera los siento. Bueno, siendo sincera, a veces noto cómo se me calientan las orejas pero, vamos, ni siquiera le doy importancia, y menos en estos días gélidos de enero.
Me guste o no tener una parte de anciana estrogénica, es lo que hay. El tamoxifeno, junto con la radioterapia que pronto empezaré, son los ases que me quedan en la manga para llegar a mi meta de dentro de cinco eneros ¿Qué pasará después? ¿Qué será de mí el lunes 10 de enero del año 2022? No tengo nada planeado, pero ya no tendría que tomar pastillas, ya no formaría parte de esos gráficos que analizo, en los que el eje X no va más allá de cinco años. Con suerte mi nuevo eje de abcisas se ampliará hasta…que me pise el autobús.
Lo explico. Son muchas, quizá demasiadas, las ocasiones en las que he pensado en la muerte estos últimos meses. Al contar mis pensamientos macabros a personas de mi entorno, algunas me decían que sí, que claro que podría morir si me pisaba un autobús al salir a la calle. ¿Por qué todo el mundo pone el ejemplo de morir pisado por un autobús o en su defecto que te caiga un macetero al ir andando cundo hablan de muertes improbables? Son tantas las veces que me lo han dicho, que creo que empiezo a pensar que pueda ser la causa de mi muerte.

Dejando a un lado la broma, no sé si a partir de ese día de 2022 dejaré de ver a la anciana de la foto en primer lugar. Si conseguiré que mi sonrisa juvenil le gane a la triste experiencia que me envejece la mirada.  Sea como sea, de una cosa estoy segura, quiero llegar a convertirme en anciana por edad, y no sólo por las hormonas.

domingo, 1 de enero de 2017

Amor fati

Me he acostumbrado a las malas noticias. Mi mente ha aprendido a plantear el peor escenario posible, y por desgracia, en bastantes ocasiones no me he equivocado. Ya he hablado de esto anteriormente, no es nada nuevo. La novedad en mi modus operandi es que he dejado de buscar un por qué. Me he dado cuenta de que no lo hay. Intento no martirizarme buscando esa razón lógica que me responda a la gran pregunta: ¿Por qué a mí? ¿Cuál es la probabilidad de tener un cáncer con mi edad? No hay componentes genéticos conocidos, mi estilo de vida no es tan malo como para justificar la existencia de un tumor, no me he expuesto a demasiados productos cancerígenos en mi ambiente laboral; ni siquiera podría atribuírselo a ninguna maldición o hechizo de una bruja. Será cosa del destino. Hablemos del destino.
Amor fati.  “Amor del destino”. Un buen amigo a menudo usa esa expresión cuando le cuento mis penas, y en los últimos meses, por desgracia, me la ha dicho bastantes veces. Amor fati es una actitud que a mi modo de ver es la única manera de encajar el exceso de desgracias en la vida. Según esta teoría, todo lo que sucede, incluida la amargura y las pérdidas, hay que verlo como algo positivo, ya que forma parte de un proceso, cuyo destino final es algo bueno.
Recuerda un poco a la teoría de Frankl en su libro “El hombre en busca de sentido”, que las personas en los campos de concentración podían soportar condiciones extremas de sufrimiento si eran capaces de encontrarle un significado. No importa la genética, ni la juventud, ni la fortaleza; lo que importa es saber encontrarle sentido al sufrimiento. No pretendo compararme con las víctimas del Holocausto, ni mucho menos, pero en lo que a mis desgracias se refiere, es muy difícil encontrarle significado al dolor, sobre todo cuando éste es tan intenso, tan agudo, que lo único que apetece es cerrar los ojos y esperar a que pase.
Es complicado aplicar este término a toda mi vida, y más contando que el futuro es impredecible y mi objetivo final aún está por determinar. Pero el pasado 2016, que por suerte ha quedado atrás, ha sido mi ejemplo perfecto de “Pequeño Amor Fati”.
Han sido meses muy dolorosos, en los que le vida me ha dado golpes duros, algunas veces tan seguidos que ni siquiera he tenido tiempo de coger aire para esperar al siguiente. Yo, que vivía convencida de que el mundo, o al menos mi mundo, era un lugar agradable y que a las personas buenas les pasan cosas buenas. ¡Qué ilusa!
Mi balance: ya que la cosa va de términos latinos…Annus horribilis. Entre esos golpes, que también recibimos los que nos consideramos buena gente, está el cáncer. Aceptar una enfermedad, que está avanzada en el momento del diagnóstico por el tamaño del tumor y un ganglio centinela positivo, que hay que recibir quimioterapia con todos y cada uno de sus efectos, que la operación será radical y que, además, hay que quitar los ganglios en busca de metástasis. Qué palabra más horrible.
Mis posibilidades de resultados ganglionares eran todos malos: macrometástasis, micrometástasis o células aisladas. En ningún caso me planteé la posibilidad de que salieran limpios ya que, como he dicho, me he acostumbrado a las malas noticias, y la sombra del centinela positivo rondaba por mi cabeza permanentemente. He llegado a estar tan obsesionada con las metástasis ganglionares que recuerdo haber soñado que me habían extraído veintisiete y los resultados de anatomía patológica decían que había afectación en veintinueve. ¡El colmo de la desgracia es que los ganglios afectados se multipliquen fuera del cuerpo…!
Unos días antes de que acabara el año, llegó el informe de anatomía patológica. Los resultados del análisis del tumor no merece la pena comentarlos mucho. Era un tumor, eso ya se sabía. Medida final, 1.5 cm; no respondió muy bien a la quimio ni ha habido remisión completa, pero ya no eran los casi 3 cm iniciales. Algo es algo.
Lo importante, la causa de mi angustia, los ganglios. No había veintinueve afectados. Ni siquiera habían extraído tantos en la operación. Me habían sacado quince y el informe del patólogo ponía, textualmente, “SIN EVIDENCIA DE INFILTRACIÓN TUMORAL”. Un escenario que no había contemplado, una buena noticia por fin. Y encontré el significado a este año. El 27 de diciembre, por poco no llego. Todos mis sufrimientos tuvieron un sentido: ser consciente de que soy afortunada dentro de mi desgracia. Me voy a curar. Cuatro palabras que justifican todas y cada una de las lágrimas.
Este año que hoy empieza lo hago con el pelo corto, con quince ganglios y una teta menos y con una cicatriz muy grande, pero también empieza sin tumor, sin cáncer, sin células ávidas de dividirse para matarme.

Este es mi nuevo destino, y éste sí me gusta. Amor vitae.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Doce del doce

Llegó el día de la operación, doce del doce. ¡Qué buen día para empezar el resto de mi vida sin cáncer! Lunes de niebla en Madrid, 7 de la mañana, lista para el quirófano. Sentí frío, como el día. Temblaba, ya no sé si del frío, de los nervios o por ambas cosas.
Había soñado con ese día desde el momento del diagnóstico, y más cuando me dijeron que la quimioterapia se daba primero. Es duro convivir tantos meses con un tumor, poder tocar la causa de tus males e incluso observar cómo evoluciona con el paso de las sesiones.
Durante los meses de la quimio pasé mucho tiempo imaginando cómo sería la operación y,  por fin,  había llegado el día. Podría haber sido un día relativamente feliz, pero no nos engañemos: cuando en la frase entran las palabras cáncer y quirófano, el día no puede ser demasiado festivo.
Esta vez yo no tenía que hacer nada, la segunda etapa iba a durar apenas unas horas, y las iba a pasar durmiendo. Nada que ver con la carrera de fondo que había sido la quimio; el fin de mi cáncer en una sola mañana. Parece magia…
Estaba en el quirófano. El reloj marcaba las 8:58 cuando la anestesista me dijo que buscara un destino para escapar mientras me operaban. Ya no tuve tiempo de más; me dormí en cuestión de segundos. 9:00 de la mañana, lo último que vi antes de dormirme en la camilla del quirófano 5. Cuando me desperté ya había subido otro escalón, sin esfuerzo, sin dolor ni transaminasas altas. Tantos días imaginando la cirugía, y me la había perdido.
Lo primero que hice al despertar fue mover los dedos de los pies y las manos, control de daños, por si me había quedado inmovilizada. ¡Qué alivio!, podía mover todos mis miembros, todo estaba en orden. “Sólo” me faltaba la teta. Objetivo conseguido.
Fue un gran paso, todo lo malo está fuera, “el fin de esta historia y el principio de todas las demás”. Y sin embargo ha sido el peor día de mi vida. Cada vez que a un día le he dado la categoría del peor de mi existencia, inmediatamente después he pensado: - o no.
¿Cuántos peores días hay en la vida de una persona? En principio, el peor sólo debería ser uno pero, al menos en mi caso, son varios los que se disputan este premio. También cambian; un peor día  de hace meses o años, puede que ahora tenga la categoría de día torcido.
No sólo el doce del doce, también el trece, el catorce, e incluso el quince. Quizá hoy también lo sea. Digamos que este diciembre está lleno de peores días, y la culpa es sólo mía, porque ingenua de mí, estaba convencida de que lo peor había pasado.
He oído mil testimonios de veteranas diciendo que lo más duro es la quimioterapia, y esa etapa yo la tenía más que superada. No soy tan tonta como para pensar que una mastectomía radical modificada con linfadenectomía es un paseo por la nubes, pero si todo el mundo opina que la quimio es lo peor, ¿quién soy yo para decir que no?
Estos días, por contra a lo que opina el resto, han sido con diferencia mucho peores que la quimio, porque por primera vez me he sentido enferma, y no hay peor enfermedad que sentirse enfermo. No me refiero a nada físico; los dolores han sido pocos y los tenían totalmente controlados. Los drenajes han sido una molestia, pero en tres días estaban los dos fuera y yo con el alta médica en la mano; la herida no tiene puntos ni grapas que haya que quitar. Muevo el brazo, no tengo linfedema (de momento), ni seroma, ni infecciones, ni ninguna complicación, a excepción de un hematoma tan grande que le he puesto nombre, ya que convivirá conmigo varias semanas.
Fueron setenta y dos horas de hospital, nada en la inmensidad de este proceso, pero fueron días de desesperación mirando los cm3 del drenaje, porque tiene que drenar menos de 30 ml diarios o no te lo quitan. Días de lágrimas ante la belleza de las decenas de flores que decoraban la habitación 249 (por las que doy gracias a todos). Recuerdo con horror la mañana del día siguiente, martes trece. Ni te cases, ni te embarques … ni te hagas una cura. Mareada, a punto de vomitar, sudores fríos. Iban a descubrir la herida. Me dijeron que si no estaba preparada que no mirara. La curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo… En cuanto quitaron la venda, miré. Ya me había mareado sin ver nada, así que, en el peor de los casos me marearía otra vez,  y ya todos estaban preparados. Me habían acostado, y una enfermera amablemente me hacia aire. Como suele pasarme, mi imaginación fue peor que mi realidad. No estaba la teta, es cierto y es muy duro, pero tampoco el cáncer. La cicatriz es grande, pero no tenía mala pinta. Es como una sonrisa que termina en la axila. El morado no había por donde mirarlo, ni ese día ni ninguno.
Fueron y están siendo días de malos pensamientos, de volver al fondo de la montaña rusa, de tener desinflado el flotador, de sentirme tan mal como cuando todo comenzó. De no querer hablar con nadie, de no querer ver a nadie, de no soportarme ni yo. Días de miedo.
Si no ves el vaso medio lleno, está claro, está medio vacío. No creo que haya pasado otra etapa, sino que tengo una oportunidad menos de curarme. He gastado dos de mis cuatro cartuchos: la quimio y la cirugía. Ya “sólo” me quedan las bazas de la radioterapia y las hormonas. ¿Qué pasará si todos estos pasos no sirven de nada? ¿Qué pasa si me quedo sin opciones? ¿Cuántos peores días de mi vida me quedan por pasar?

Es posible que, ahora sí, lo peor haya pasado. ¿O no?

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Tengo suficiente información

A lo largo de estos meses he observado cómo reacciona la gente frente a esta enfermedad, en cuanto a la gestión de información externa. Los hay que no quieren saber nada más de lo que les digan sus médicos. Los he conocido que a esta información le suman datos puntuales proporcionados por otras personas en la misma situación, o parecida. Y los hay, porque estoy segura de que no soy la única, que empiezan a leer y releer, buscar y rebuscar toda la información existente sobre su caso.
Estoy convencida de que mi modus operandi es el menos apropiado, y que es frecuente que produzca el efecto contrario a su objetivo. En vez de responder dudas y proporcionar calma, genera miedos e incertidumbres que hasta ese momento no habían sido ni siquiera imaginados. Ante una avalancha de información, no todo puede retenerse en la memoria, y lo más fácil es recordar los datos más pesimistas, las peores estadísticas.
Aún así, y teniendo todo estos inconvenientes en cuenta, sigo prefiriendo saber. Cualquier estratega sabe que es fundamental conocer al enemigo para poder plantarle cara. Y en eso estoy; tengo un “máster” en quimioterapia y ahora me estoy especializando en mastectomía, linfedema y prótesis. La información (aunque sea sin control) es poder.
He sufrido en varias ocasiones los efectos adversos del exceso de información; la última vez hace pocos días. Ahora mismo estoy en un pequeño paréntesis entre la quimioterapia y la cirugía. Normalmente son de cuatro a seis semanas para que el cuerpo se recupere de los venenos antes de la operación. ¿Cuatro a seis semanas? Demasiados días para buscar y leer. Tiempo de sobra para volverse loca.
Haciendo cálculos con ese parón, la fecha prevista para la intervención habría de ser en plenas fiestas navideñas. A mí me viene bien cualquier día, pero habiendo días festivos, lo normal es que la operación tuviera lugar después de Reyes.
La gente al comentárselo me decía que no era mala idea, y que así pasaba unas fiestas tranquila. ¿Tranquila? Imposible disfrutar de la Navidad sabiendo que en mi cuerpo hay una bomba biológica con células dispuestas a dividirse sin control. Imposible pensar que necesito un mes para recuperarme cuando me siento tan normal como siempre.
La primera semana de esta espera fue muy bien; aún estaba bajo el efecto protector de la quimio y sentía que las células estaban controladas. Pero a partir del octavo día, la cosa empezó a cambiar. Frente a mí, como poco 3 semanas de no hacer nada y sin quimio que mantuviera a raya al bicho. Me volví loca y empecé a buscar información sobre plazos, cirugías y clínicas, que hay muchas. Buscando celeridad, buscando al cirujano que me operara en ese mismo momento, y ya de paso buscando la operación perfecta, sin efectos, sin secuelas. En definitiva, esperando encontrar el milagro navideño.
En ese momento me di cuenta de que tenía suficiente información. Más que suficiente, era demasiada. No sólo tenía el Hospital Ramón y Cajal y el Hospital del Henares. Había localizado, sólo en Madrid, al menos dos equipos de cirujanos plásticos que podían hacer la misma cirugía, e incluso dudaba de si esos equipos tendrían técnicas más punteras.
Tuve momentos de angustia, en los que no sabía qué opción sería la correcta, porque si bien es cierto que tener posibilidad de elegir es una suerte, demasiadas opciones no ayudan a tomar la decisión correcta. Confieso que a pesar de los malos momentos y la angustia, no me arrepiento de haberlo hecho. No ha cambiado nada con respecto a la operación, pero al menos sé que he contemplado todas las posibilidades y que conozco (casi) toda la información. Y eso es bueno para sentirme un poco menos angustiada.
Estaba inmersa en ese maremágnum de opciones quirúrgicas cuando sonó mi teléfono. Era del Hospital del Henares, citándome al día siguiente para ver a la ginecóloga (de la que me he leído hasta su Tesis Doctoral. Sí, admito que estoy loca hasta ese punto).
Me explicó cómo sería la operación, las posibles complicaciones, los efectos posteriores, me habló de la reconstrucción……nada que no hubiera leído ya. Pero a diferencia de lo que había leído, esa información era sobre MI tumor, sobre MI caso, era información sólo para MÍ. Y me tranquilizó. Por eso, y porque me dio una fecha, Lunes 12 de diciembre. Justo 3 semanas después de la última quimio. Antes incluso de lo que había calculado y antes de Navidad. El ponerle fecha a la siguiente etapa sí que me tranquilizó, porque en 21 días no creo que se dividan demasiadas células, sobre todo teniendo en cuenta que mi KI67 (que da información de la rapidez con la que se dividen las células tumorales) no es demasiado elevado (15%).
En esa misma mañana, y antes de la cita con la oncóloga (de la que también he leído su Tesis Doctoral), me hicieron análisis y electrocardiograma, ya estaba en marcha el preoperatorio. Lista para convertirme en una amazona.
La oncóloga me habló del siguiente paso y de los que vendrán, que serán duros igualmente. Es el precio a pagar, pero la recompensa merece la pena. Entre el preoperatorio y la cita con la oncóloga, me encontré en uno de los pasillos con la psicóloga de la AECC, que hace una labor encomiable con las locas como yo, que campamos a nuestras anchas por los hospitales. Estuvimos hablando de mi insaciable búsqueda de información, y de los sinsabores que me provoca. La conversación no duró demasiado, porque al poco me llamaron de la consulta, pero me sugirió que quizá en esa avidez informativa no busco únicamente respuestas médicas.
Es posible que tenga razón, ya que cuando los médicos me preguntan si tengo alguna duda sobre algo que acaban de explicarme, me suelo quedar callada. Creo que entiendo más o menos lo que me cuentan, al menos lo suficiente para ser consciente de lo hay.
Pero en ningún protocolo he conseguido encontrar respuestas a esas otras preguntas, a las cuestiones que no se me ocurre hacerle a ningún médico. ¿Cuánto dolor me queda por pasar en este proceso? ¿Por qué me ha tocado a mí? ¿Qué será de mí dentro de seis meses, de un año, de veinte años?
No hay tesis, ni protocolos hospitalarios, ni cirujanos plásticos que tengan respuestas para los miedos. Pero el día 12 se resolverán un montón de dudas. Y vendrán otras.

Nadie tiene respuestas para todo, y yo tengo demasiadas preguntas…

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Días de mucho, vísperas de nada

Así dice el refrán, pero podría reescribirse cambiando el orden y también tendría sentido, “Vísperas de mucho, días de nada”. En ocasiones ponemos demasiadas expectativas en un solo día, y éstas no tienen por qué verse cumplidas. Así ha sido el fin de la quimioterapia, un día de casi nada tras 174 vísperas de mucho.
Desde que empecé el tratamiento, la duodécima semana de taxanos era mi primera meta. Un día marcado en mil colores en mi calendario, fin de mi primer círculo. Así me planteo la enfermedad, como una serie de círculos que hay que recorrer completamente antes de poder pasar el siguiente. Como esos juguetes para niños formados por aros concéntricos de tamaño decreciente que tienen que colocar en orden en un soporte. De momento, tengo tres círculos, a cuál más duro: la quimioterapia, la cirugía y la radioterapia.
Acabo de terminar la quimioterapia, a priori la etapa más larga en cuanto a su duración. El primer aro. Mucha gente me ha dicho que es la peor, pero no me fío, porque lo malo siempre puede empeorar un poco.
Mi primera quimioterapia fue el 1 de junio, sillón 4 y lágrimas. Y por casualidades del destino, ha terminado de la misma forma y en el mismo sillón. Además, en este último día conocí a una chica que acababa de empezar, y le regalé mi bolsa de quicos, yo ya no la necesito, mi círculo está completo. Eso sí, aquella yo del mes de junio y la de hoy, no somos la misma persona. Tengo 16 pinchazos a las espaldas que no sólo me han endurecido las venas. Recorrer este primer círculo me ha curtido, aunque nunca se es lo suficientemente resistente, por más pinchazos que te dé la vida.
Con más o menos fortaleza he completado esta primera vuelta, con un parón, unos pocos reveses y algunas cosas buenas, que también las ha habido. El balance de mi etapa química es que no la he llevado tan mal, siendo sincera, la he llevado bastante bien.
Superar la quimio con éxito me parecía casi imposible, y hoy admito que hasta he conseguido integrarla en mi día a día. Sobre todo la segunda parte, los “Lunes al Taxol”. Las doce sesiones semanales han sido suficientes como para darle a la quimio la categoría de rutina. Hasta he aprendido a vivir con los pequeños miedos que se repetían semana tras semana. Llegar al hospital de día con miedo a que no me encontraran una buena vena. Miedo a no estar en la sala de espera cuando sonara mi nombre por megafonía. Miedo a los análisis, a las defensas, a mis valores hepáticos. Miedo incluso a que no llegara la medicación o a que la cantidad de medicamento no fuera la correcta. Con todo eso he aprendido a vivir, y al convertirlo en algo habitual, en parte conseguí quitarle importancia. Porque después de todos esos pequeños miedos, que te encogen el estómago el segundo antes de resolverse, siempre llegaba la dosis de veneno. En mi caso, 108 mg de seguridad semanal frente al bicho.
Todas estas rutinas han llegado a su fin, y espero no tener que retomarlas jamás. Estoy muy contenta por haberlo logrado, tal y como había imaginado en todas las vísperas. Ahí sí: “Vísperas de mucho, día de mucho”. Lo he conseguido, y lo he hecho bien.
Cerrar este ciclo tiene como desventaja que tengo que empezar el siguiente, aun no estando preparada. No hay apenas tiempo para recrearse en los triunfos, ni lamentarse por los fracasos. El segundo círculo empezó en el mismo momento que llegué a la meta del primero. Y no lo había planeado.
Hasta el pasado lunes, pensar en la operación era algo lejano, algo que abordaría cuando acabara la quimio. Ya lo pensaré mañana…Y mañana ya es hoy, y hay que hablar de la operación, de plazos de recuperación, hacer la resonancia para cuantificar la reducción del tumor, poner fecha para el preoperatorio. Miedos desconocidos, estómago encogido, decisiones que tomar, incertidumbre...vuelta a la casilla de salida.
Todo es nuevo y da vértigo emprender el camino a sabiendas que la meta no es agradable. ¿Quién querría avanzar sabiendo que al final del camino espera una mastectomía? Cuesta y duele. Y dan ganas de volver hacia atrás, dan ganas incluso de quedarse en lo malo conocido, de prolongar la quimio, pero claro…no se puede avanzar si siempre se camina en el mismo círculo.
Esta nueva etapa que empieza no durará seis meses como la que ahora cierro, pero sus efectos serán más duraderos. Me aventuro a decir que eternos. Y ahora mismo no veo la manera de integrarlos en mi día a día. Sé que es el precio a pagar para salir de esto, y como tal lo asumo, pero quien me diga que lo peor ha pasado, creo que se equivoca.
El fin de la quimio no ha sido un “día de nada”, más bien ha sido un “día de mucho” que ha sabido a poco, porque han sido muchas vísperas hasta llegar a él y porque se ha pasado muy deprisa.
Y hoy, tras la resaca de las celebraciones, porque acabar con la quimio lo merece y como tal lo estoy celebrando (y lo que me queda), vuelvo a vivir en una víspera. La víspera del siguiente logro, aunque hoy lo veo imposible, más pronto que tarde encontraré rutinas que me hagan más llevadero el camino, e incluso, encontraré una nueva forma de vivir esta etapa.

Y conseguiré cerrar este círculo, y celebrar otro “día de mucho”. Uno tras otro, víspera tras víspera, círculo tras círculo. Y entonces habrá llegado el “día de todo”.  Y ese tiene que durarme…

miércoles, 9 de noviembre de 2016

En la salud y en la enfermedad...

Estaba casi terminando el Día Contra el Cáncer de mama cuando recibí un mensaje al móvil con un enlace para ver un vídeo. Un corto titulado “La vuelta a la tortilla”. A quien no lo haya visto, merece la pena pinchar el siguiente enlace  (https://www.youtube.com/watch?v=A8mtdnIotT0) antes de seguir leyendo.
Es un corto de Paco León sobre el cáncer de mama realizado hace varios años, pero que vuelve a ver la luz y pasa de teléfono en teléfono cada 19 de octubre. Lo abrí sin demasiadas esperanzas; he visto tantos cortos sobre el tema y he leído tantos testimonios de los que ponen los pelos de punta, que mi listón para la sorpresa está bastante alto.
Es difícil asombrarme, pero con el paso de esos doce minutos que dura el vídeo, el corazón se me iba encogiendo. Porque, y parafraseando a los Héroes del Silencio, a grandes rasgos… podría ser yo.
Las dos somos muy jóvenes,  me considero joven y mucho más para estar enferma. Puede que a ella le pasara lo que a mí que, hasta que nos lo diagnosticaron, asociábamos el cáncer a eso que les ocurre a padres y abuelos, pero no era algo que nos tocara por edad.
Verla en el supermercado, haciendo deporte o pelando patatas es verla intentando darle normalidad a una vida que se le ha puesto del revés, si es que se puede conseguir recuperar la normalidad tras el paso de un terremoto. En eso también nos parecemos; estamos buscando cómo movernos con soltura entre los escombros que ha dejado el seísmo.
Las dos tenemos una peluca castaña de media melena. Ambas tenemos entre nuestros objetivos correr una carrera solidaria. Por nosotras y por todas nuestras compañeras.
La marca que patrocina el corto es de una cerveza sin alcohol y por eso la consume, pero puestos a imaginar, también podría ser que la beba porque tenga las transaminasas altas por los taxanos, como yo un día las tuve (aunque ahora mismo mi hígado funcione perfectamente). Y ya por coincidir,  aunque parezca estúpido, tengo una cazadora exactamente igual a la suya.
Pero si en algo coincidimos, la chica de esta historia y yo, es que ambas tenemos cáncer.
Con tantos parecidos, verlo una sola vez se me quedó corto, y lo volví a poner, buscando algo más que similitudes en nuestro aspecto físico. Presté más atención a los diálogos, y dos frases me resultaron muy mías, o muy nuestras.
Dos frases que pueden resumir bien mi actitud frente a una posible futura relación de pareja, algo que ni  siquiera me había planteado, ya que la palabra futuro la tengo un poco arrumbada.
Hay un montón de mujeres que cuando se enfrentan al terrible diagnóstico del cáncer de mama tienen a su lado al hombre de su vida, o al menos están emparejadas. Pero,  ¿Cómo afrontamos comenzar una relación las que durante la enfermedad estamos solteras?
…En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida… Conocemos estas palabras, oídas en decenas de bodas. Porque eso sí me corresponde por edad, ir a muchas bodas. 
En mi caso no hizo falta que llegara la adversidad y la enfermedad para que el respeto desapareciera. Me siento liberada por haber salido de aquella pantomima, por haber dejado atrás a una persona que me habría fallado estrepitosamente, de haber seguido conmigo.  Me he librado de él… para todos los días de mi vida.
Dicho esto, queda más o menos claro que mis ganas de historias de amor son escasas, por no decir nulas.  Bien empezamos…
-Yo no estoy para eso- le comenta a su amiga cuando hablan sobre el chico del supermercado.  Exactamente lo mismo que he contestado yo a cualquiera de mis amigas, cuando me han preguntado por el tema. Gran parte de mi día a día gira en torno a mi tratamiento, mis pruebas, mi enfermedad. No quiero que el cáncer defina quién soy, pero de momento no puedo dejarlo en un segundo plano. Aún no.  Por eso veo imposible recuperar el ocio como antes lo entendía, volver a ser la que algún día fui. Mi antiguo yo ya no existe, no sé cómo seré mañana. Ni siquiera sé cómo seré al final del día….. y por eso, coincido con la chica del corto, yo tampoco estoy para nada.
La segunda frase que me identifica con mi alter ego cinematográfico es, si cabe, más apropiada. La chica es valiente, es honesta y hace lo que yo haría en su caso. Contarle al chico la situación. Después del bombazo, irónicamente le dice -Soy un chollito-.
Yo haría lo mismo. Contar mi realidad. A bocajarro y sin anestesia. Aunque contarlo suponga el final de algo que jamás comience. Mi versión de su frase es  -¡Vaya mochila llevo!-.
Todos tenemos nuestra mochila que con el paso de los años, se va cargando. Mi mochila es enorme y además, está ya casi llena. A las piedras que cargo propias de mi edad y experiencias previas, le sumo el pedrusco de esta nueva experiencia vital.
Es difícil contarle a alguien a quien quieres gustar, que tu mochila es muy pesada que está llena de tristeza, de cicatrices y de miedos. El miedo es libre… y pesa mucho.
Miedo, en primer lugar, a querer tener un futuro que no está garantizado porque la enfermedad reaparezca , o peor, porque nunca se vaya. Esa espada de Damocles es enorme como para meterla en una mochila, ya de por sí muy cargada. Miedo a las cicatrices, miedo a un cuerpo que no reconoces como tuyo. Miedo al rechazo, al ajeno y al propio. Porque la vida es cruel, y el amor también lo es. El rechazo existe y yo, con el propio, de momento, tengo bastante.
Intento ponerme en el lugar de la posible pareja, de la persona a la que de repente le llega esta dosis de realidad, de enfermedad y de miedos. ¿Saldría corriendo? Con lo que me pesa la mochila es un poco difícil huir…
Fuera de bromas, parece que la historia de Silvia y Rafa sale bien, un final de cine. Lógico, al fin y al cabo es una película. Y en eso creo que ya no nos parecemos tanto la protagonista y yo…
Todos queremos un final de película, pero para poder comer perdices, hay que  aprender a darle la vuelta a la tortilla.

-THE END-