miércoles, 10 de agosto de 2016

La carpeta roja


Los “primeros días” tienen todos algo en común, para mí una mezcla de miedo, nerviosismo, expectación e ilusión. Recuerdo esos sentimientos en los primeros días de cada curso escolar, en el primer festival de ballet, en el primer viaje con amigos e incluso hoy, el primer día de cada cuatrimestre.  ¿Por qué iba a ser distinta la primera vez en el hospital de día?
Haciendo un guiño a mi época de estudiante, ese “primer día” hasta iba a estrenar material, una carpeta roja con muchos separadores de colores, y en la que a falta de apuntes, había guardado escáneres,  mamografías, resultados y consentimientos informados.
Había contado y tachado los días, minutos y horas para que empezara la primera sesión, y por fin había llegado. Como tantas veces me ha dicho mi madre, una vez que empieces, estarás en la cinta transportadora, y sólo tendrás que dejarte llevar. Por fin era mi turno.
Lo primero que hice al llegar a la sala de espera del hospital de día fue…llorar. A nadie le sorprendió, ni siquiera a mí misma. El miedo estaba venciendo a la ilusión, a las expectativas, a las ganas de empezar. El miedo siempre lo estropea todo, y lloré mirando la carpeta roja.
La gente que allí estaba no tenía pinta de primer día, o al menos ni lloraba ni tenía una carpeta nueva.
Hasta ese primer día de junio, mis visitas a un hospital de día se habían limitado a ser acompañante, pero ahora mi bando era el otro, ya no era una de ellos y me sentía totalmente diferente. A simple vista no somos muy distintos, pero si te fijas un poco es fácil diferenciarnos, y no hablo de la vía que llevamos puesta en el brazo los pacientes desde primera hora de la mañana.

Roja como la adriamicina

Para los que tienen la suerte de nunca haber estado en uno, la gente en el hospital de día es gente normal, como tú o como yo, más bien como tú. Gente que ayer estaba delante de ti en la cola del cine, viajando a tu lado en el tren o comprando una carpeta en la misma tienda que tú. Gente como podría ser yo. A fin de cuentas en el hospital todos parecemos acompañantes y ojalá todos lo fuéramos. Pero cuando pasas a ser paciente, ya no miras igual. Crucé la mirada con todas las personas de aquella sala de espera y supe quiénes estaban en mi bando sólo por la manera en la que ellos me miraron a mí. Estaba claro que yo era una paciente y de las  nuevas, mis lágrimas me habían delatado. Cuando los miré, todas sus miradas de vuelta estaban llenas de empatía. No hacía falta acompañarlas de una sonrisa, ni de una mueca, ni mucho menos de una palabra de ánimo. Con sólo una mirada te estaban diciendo “Ya verás, no es para tanto. Vamos”. 
Con algunas de esas personas he seguido coincidiendo a lo largo de las sesiones porque nuestras vidas están unidas un día de cada veintiuno, y al ir coincidiendo, esas miradas han llegado a mayores.
Un ejemplo: recuerdo con admiración a la mujer del pañuelo. Fue de las primeras personas en las que me fijé mi primer día. Iba con un pañuelo bien chulo anudado con esa gracia que yo jamás tendré y pensé- ella lo va a conseguir, yo soy incapaz. Ella me miró con esa comprensión de la que hablo, pero no me dijo ni una palabra. Ni ese día, ni en las dos sesiones siguientes. En mi cuarta sesión sin embargo se me acercó y me regaló los “fortecortines” en pastillas que le habían sobrado porque me oyó decirle a la enfermera en mi tercera sesión que yo ampollas no quería y a ella le había pasado igual.
No tenía por qué hacerlo, no habría pasado nada si no lo hubiera hecho, pero lo hizo. No habría pasado nada si yo no hubiera recibido todas aquellas miradas empáticas, pero las recibí. Así somos los pacientes, así nos las gastamos en mi bando.
Y por megafonía suena tu nombre, "Mari Luz García, sillón 4". Ahora ya sí que no hay vuelta atrás. Me senté en el sillón cuatro  y... y otra vez lloré. Lloré porque fui consciente de que estaba en el lugar de las personas que una vez acompañé, porque si bien es cierto que en mi bando somos muy empáticos, nos gusta más sentarnos en la silla de la visita. 
Tal y como comenté al principio del blog, mi tratamiento son 4 sesiones AC (adriamicina y ciclofosfamida para los químicos orgánicos que me leen ; )) cada 21 días seguidas de 12 sesiones semanales de taxol (el tejo es mi nuevo árbol favorito). 
Pues ahí estaba yo, preparada para mi primer AC. La sesión puede durar como mucho un par de horas. Pasan en primer lugar una medicación para la náuseas y después la medicación, enjuagando entre una y otra. Primero la C y luego la A. ¿por qué sé el orden? Pues porque la adriamicina tiene un color difícil de olvidar. La llaman el "diablo rojo" y desde luego que es un diablo y es roja! Cuando el diablo termina, cuando la bomba empieza a pitar porque ya no queda líquido que meterte en la vena... ya está, se acabó!
No me dio tiempo a leer los libros y revistas que llevé, ni a escuchar todas las canciones que seleccioné. Como siempre, había sido mucho peor en mi cabeza, hoy podría decir incluso que no fue para tanto.
Esa tarde tuve un poco de angustia (náuseas para los no murcianos) pero con un primperán la cosa no pasó de ahí. Y ya ni un vómito, ningún efecto, ninguna complicación. Nada. He de confesar que estuve convencida que me habían dado placebo, de que se habían confundido con la dosis, o lo que era peor, que no me hacía efecto. Hasta que el pelo empezó a caerse, pero dejemos el pelo para otra entrada…
Lo bueno de las primeras veces es que por suerte sólo ocurren una vez. Mi carpeta roja ya no está por estrenar...


3 comentarios:

  1. Todos los inicios son difíciles, pero el afrontarlo así es lo que te hace especial.
    La lucha diaria de estar en esa cinta transportadora demuestra tu fuerza.
    Seguiremos en la lucha.

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  2. Todos los inicios son difíciles, pero el afrontarlo así es lo que te hace especial.
    La lucha diaria de estar en esa cinta transportadora demuestra tu fuerza.
    Seguiremos en la lucha.

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    1. Ya sabes, lo importante es poner la cinta en marcha. Luego será más fácil. De todo saldremos bro

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