jueves, 22 de diciembre de 2016

Doce del doce

Llegó el día de la operación, doce del doce. ¡Qué buen día para empezar el resto de mi vida sin cáncer! Lunes de niebla en Madrid, 7 de la mañana, lista para el quirófano. Sentí frío, como el día. Temblaba, ya no sé si del frío, de los nervios o por ambas cosas.
Había soñado con ese día desde el momento del diagnóstico, y más cuando me dijeron que la quimioterapia se daba primero. Es duro convivir tantos meses con un tumor, poder tocar la causa de tus males e incluso observar cómo evoluciona con el paso de las sesiones.
Durante los meses de la quimio pasé mucho tiempo imaginando cómo sería la operación y,  por fin,  había llegado el día. Podría haber sido un día relativamente feliz, pero no nos engañemos: cuando en la frase entran las palabras cáncer y quirófano, el día no puede ser demasiado festivo.
Esta vez yo no tenía que hacer nada, la segunda etapa iba a durar apenas unas horas, y las iba a pasar durmiendo. Nada que ver con la carrera de fondo que había sido la quimio; el fin de mi cáncer en una sola mañana. Parece magia…
Estaba en el quirófano. El reloj marcaba las 8:58 cuando la anestesista me dijo que buscara un destino para escapar mientras me operaban. Ya no tuve tiempo de más; me dormí en cuestión de segundos. 9:00 de la mañana, lo último que vi antes de dormirme en la camilla del quirófano 5. Cuando me desperté ya había subido otro escalón, sin esfuerzo, sin dolor ni transaminasas altas. Tantos días imaginando la cirugía, y me la había perdido.
Lo primero que hice al despertar fue mover los dedos de los pies y las manos, control de daños, por si me había quedado inmovilizada. ¡Qué alivio!, podía mover todos mis miembros, todo estaba en orden. “Sólo” me faltaba la teta. Objetivo conseguido.
Fue un gran paso, todo lo malo está fuera, “el fin de esta historia y el principio de todas las demás”. Y sin embargo ha sido el peor día de mi vida. Cada vez que a un día le he dado la categoría del peor de mi existencia, inmediatamente después he pensado: - o no.
¿Cuántos peores días hay en la vida de una persona? En principio, el peor sólo debería ser uno pero, al menos en mi caso, son varios los que se disputan este premio. También cambian; un peor día  de hace meses o años, puede que ahora tenga la categoría de día torcido.
No sólo el doce del doce, también el trece, el catorce, e incluso el quince. Quizá hoy también lo sea. Digamos que este diciembre está lleno de peores días, y la culpa es sólo mía, porque ingenua de mí, estaba convencida de que lo peor había pasado.
He oído mil testimonios de veteranas diciendo que lo más duro es la quimioterapia, y esa etapa yo la tenía más que superada. No soy tan tonta como para pensar que una mastectomía radical modificada con linfadenectomía es un paseo por la nubes, pero si todo el mundo opina que la quimio es lo peor, ¿quién soy yo para decir que no?
Estos días, por contra a lo que opina el resto, han sido con diferencia mucho peores que la quimio, porque por primera vez me he sentido enferma, y no hay peor enfermedad que sentirse enfermo. No me refiero a nada físico; los dolores han sido pocos y los tenían totalmente controlados. Los drenajes han sido una molestia, pero en tres días estaban los dos fuera y yo con el alta médica en la mano; la herida no tiene puntos ni grapas que haya que quitar. Muevo el brazo, no tengo linfedema (de momento), ni seroma, ni infecciones, ni ninguna complicación, a excepción de un hematoma tan grande que le he puesto nombre, ya que convivirá conmigo varias semanas.
Fueron setenta y dos horas de hospital, nada en la inmensidad de este proceso, pero fueron días de desesperación mirando los cm3 del drenaje, porque tiene que drenar menos de 30 ml diarios o no te lo quitan. Días de lágrimas ante la belleza de las decenas de flores que decoraban la habitación 249 (por las que doy gracias a todos). Recuerdo con horror la mañana del día siguiente, martes trece. Ni te cases, ni te embarques … ni te hagas una cura. Mareada, a punto de vomitar, sudores fríos. Iban a descubrir la herida. Me dijeron que si no estaba preparada que no mirara. La curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo… En cuanto quitaron la venda, miré. Ya me había mareado sin ver nada, así que, en el peor de los casos me marearía otra vez,  y ya todos estaban preparados. Me habían acostado, y una enfermera amablemente me hacia aire. Como suele pasarme, mi imaginación fue peor que mi realidad. No estaba la teta, es cierto y es muy duro, pero tampoco el cáncer. La cicatriz es grande, pero no tenía mala pinta. Es como una sonrisa que termina en la axila. El morado no había por donde mirarlo, ni ese día ni ninguno.
Fueron y están siendo días de malos pensamientos, de volver al fondo de la montaña rusa, de tener desinflado el flotador, de sentirme tan mal como cuando todo comenzó. De no querer hablar con nadie, de no querer ver a nadie, de no soportarme ni yo. Días de miedo.
Si no ves el vaso medio lleno, está claro, está medio vacío. No creo que haya pasado otra etapa, sino que tengo una oportunidad menos de curarme. He gastado dos de mis cuatro cartuchos: la quimio y la cirugía. Ya “sólo” me quedan las bazas de la radioterapia y las hormonas. ¿Qué pasará si todos estos pasos no sirven de nada? ¿Qué pasa si me quedo sin opciones? ¿Cuántos peores días de mi vida me quedan por pasar?

Es posible que, ahora sí, lo peor haya pasado. ¿O no?

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Tengo suficiente información

A lo largo de estos meses he observado cómo reacciona la gente frente a esta enfermedad, en cuanto a la gestión de información externa. Los hay que no quieren saber nada más de lo que les digan sus médicos. Los he conocido que a esta información le suman datos puntuales proporcionados por otras personas en la misma situación, o parecida. Y los hay, porque estoy segura de que no soy la única, que empiezan a leer y releer, buscar y rebuscar toda la información existente sobre su caso.
Estoy convencida de que mi modus operandi es el menos apropiado, y que es frecuente que produzca el efecto contrario a su objetivo. En vez de responder dudas y proporcionar calma, genera miedos e incertidumbres que hasta ese momento no habían sido ni siquiera imaginados. Ante una avalancha de información, no todo puede retenerse en la memoria, y lo más fácil es recordar los datos más pesimistas, las peores estadísticas.
Aún así, y teniendo todo estos inconvenientes en cuenta, sigo prefiriendo saber. Cualquier estratega sabe que es fundamental conocer al enemigo para poder plantarle cara. Y en eso estoy; tengo un “máster” en quimioterapia y ahora me estoy especializando en mastectomía, linfedema y prótesis. La información (aunque sea sin control) es poder.
He sufrido en varias ocasiones los efectos adversos del exceso de información; la última vez hace pocos días. Ahora mismo estoy en un pequeño paréntesis entre la quimioterapia y la cirugía. Normalmente son de cuatro a seis semanas para que el cuerpo se recupere de los venenos antes de la operación. ¿Cuatro a seis semanas? Demasiados días para buscar y leer. Tiempo de sobra para volverse loca.
Haciendo cálculos con ese parón, la fecha prevista para la intervención habría de ser en plenas fiestas navideñas. A mí me viene bien cualquier día, pero habiendo días festivos, lo normal es que la operación tuviera lugar después de Reyes.
La gente al comentárselo me decía que no era mala idea, y que así pasaba unas fiestas tranquila. ¿Tranquila? Imposible disfrutar de la Navidad sabiendo que en mi cuerpo hay una bomba biológica con células dispuestas a dividirse sin control. Imposible pensar que necesito un mes para recuperarme cuando me siento tan normal como siempre.
La primera semana de esta espera fue muy bien; aún estaba bajo el efecto protector de la quimio y sentía que las células estaban controladas. Pero a partir del octavo día, la cosa empezó a cambiar. Frente a mí, como poco 3 semanas de no hacer nada y sin quimio que mantuviera a raya al bicho. Me volví loca y empecé a buscar información sobre plazos, cirugías y clínicas, que hay muchas. Buscando celeridad, buscando al cirujano que me operara en ese mismo momento, y ya de paso buscando la operación perfecta, sin efectos, sin secuelas. En definitiva, esperando encontrar el milagro navideño.
En ese momento me di cuenta de que tenía suficiente información. Más que suficiente, era demasiada. No sólo tenía el Hospital Ramón y Cajal y el Hospital del Henares. Había localizado, sólo en Madrid, al menos dos equipos de cirujanos plásticos que podían hacer la misma cirugía, e incluso dudaba de si esos equipos tendrían técnicas más punteras.
Tuve momentos de angustia, en los que no sabía qué opción sería la correcta, porque si bien es cierto que tener posibilidad de elegir es una suerte, demasiadas opciones no ayudan a tomar la decisión correcta. Confieso que a pesar de los malos momentos y la angustia, no me arrepiento de haberlo hecho. No ha cambiado nada con respecto a la operación, pero al menos sé que he contemplado todas las posibilidades y que conozco (casi) toda la información. Y eso es bueno para sentirme un poco menos angustiada.
Estaba inmersa en ese maremágnum de opciones quirúrgicas cuando sonó mi teléfono. Era del Hospital del Henares, citándome al día siguiente para ver a la ginecóloga (de la que me he leído hasta su Tesis Doctoral. Sí, admito que estoy loca hasta ese punto).
Me explicó cómo sería la operación, las posibles complicaciones, los efectos posteriores, me habló de la reconstrucción……nada que no hubiera leído ya. Pero a diferencia de lo que había leído, esa información era sobre MI tumor, sobre MI caso, era información sólo para MÍ. Y me tranquilizó. Por eso, y porque me dio una fecha, Lunes 12 de diciembre. Justo 3 semanas después de la última quimio. Antes incluso de lo que había calculado y antes de Navidad. El ponerle fecha a la siguiente etapa sí que me tranquilizó, porque en 21 días no creo que se dividan demasiadas células, sobre todo teniendo en cuenta que mi KI67 (que da información de la rapidez con la que se dividen las células tumorales) no es demasiado elevado (15%).
En esa misma mañana, y antes de la cita con la oncóloga (de la que también he leído su Tesis Doctoral), me hicieron análisis y electrocardiograma, ya estaba en marcha el preoperatorio. Lista para convertirme en una amazona.
La oncóloga me habló del siguiente paso y de los que vendrán, que serán duros igualmente. Es el precio a pagar, pero la recompensa merece la pena. Entre el preoperatorio y la cita con la oncóloga, me encontré en uno de los pasillos con la psicóloga de la AECC, que hace una labor encomiable con las locas como yo, que campamos a nuestras anchas por los hospitales. Estuvimos hablando de mi insaciable búsqueda de información, y de los sinsabores que me provoca. La conversación no duró demasiado, porque al poco me llamaron de la consulta, pero me sugirió que quizá en esa avidez informativa no busco únicamente respuestas médicas.
Es posible que tenga razón, ya que cuando los médicos me preguntan si tengo alguna duda sobre algo que acaban de explicarme, me suelo quedar callada. Creo que entiendo más o menos lo que me cuentan, al menos lo suficiente para ser consciente de lo hay.
Pero en ningún protocolo he conseguido encontrar respuestas a esas otras preguntas, a las cuestiones que no se me ocurre hacerle a ningún médico. ¿Cuánto dolor me queda por pasar en este proceso? ¿Por qué me ha tocado a mí? ¿Qué será de mí dentro de seis meses, de un año, de veinte años?
No hay tesis, ni protocolos hospitalarios, ni cirujanos plásticos que tengan respuestas para los miedos. Pero el día 12 se resolverán un montón de dudas. Y vendrán otras.

Nadie tiene respuestas para todo, y yo tengo demasiadas preguntas…