sábado, 27 de enero de 2018

Dos tetas...


Algunas heridas son tan pequeñas que, en el caso de dejar una cicatriz, a veces ni recuerdas qué las causó. O las vas olvidando y con ellas, la memoria de un fugaz dolor. Pero las grandes cicatrices son otra historia, recuerdos de grandes heridas, tan dolorosas que fue necesario hilo y aguja para intentar cerrarlas. En cualquier caso, sean grandes o pequeñas, esa piel ya nunca volverá a ser la misma.
Aprendí a vivir sin una teta y con una cicatriz, de las grandes, de las que duelen, de las que te atraviesan el tórax y el alma. La mía era una delgada línea que separaba lo que pudo ser y no fue de lo que tuvo que ser y será. Esa costura me recordaba los planes que jamás cumplí, ese cumpleaños que celebré sin velas en un quirófano, el pelo que perdí, las tetas que no recuperaré y las risas que se ahogaron entre lágrimas. En ese lado estaban las noches sin dormir, el eterno nudo en el ombligo y la pena, mucha pena.
Pero todas las líneas separan dos planos, dos partes, dos mundos, dos vidas. Y eso también lo hizo mi cicatriz. Era el recordatorio de que hubo un día en el que la fuerza le venció al sufrimiento, de que sobreviví al cáncer, o mejor, que sobreviví a la vida misma. Era el lado de las cosas buenas que estaban por venir, de las personas que no me dejaron rendirme, de los planes B, siempre mejores que aquellos a los que el cáncer convirtió en papel mojado. Durante todo ese año, tuve que quererme de cicatriz para dentro y retomar mi vida de prótesis hacia fuera. Y, más o menos, creo que lo conseguí. En cualquier caso, hablo de ella en pasado.
Esa cicatriz ya no está, porque hace dos semanas entré de nuevo al quirófano para reconstruir lo que un día me quitaron. La primera de las dos operaciones, ya que aún no está todo terminado y unas tetas perfectas llevan su tiempo. Consiste en que cogen parte del músculo dorsal y piel de la espalda y lo pasan por un túnel por debajo de la piel a la altura de la axila y…. tachán…te hacen una teta. Lo he resumido en una línea, pero no es una operación sencilla, y no hablo de la técnica que desde luego, no controlo.
Es difícil explicar que aun siendo estética, una cirugía no es divertida, y aunque a la mayoría se lo parezca, reconstruir una teta “no es lo de menos”.
Me desperté de la anestesia llorando. No lo recuerdo, pero no me extrañó cuando me lo contaron… Hay cosas que nunca cambian y yo seré una llorica, independientemente del número de tetas que tenga… Lo que sí recuerdo es que miré mi silueta tapada por la sábana y notaba que ahí había algo. Levanté un poco la sábana y miré, y ahí estaba…es la teta de Frankestein, hecha con un trozo de mi espalda, pero es mi teta y me gusta.
La miré varias veces, o quizá muchas, poco más podía hacer, ya que durante 24 horas, tuve que estar en la URPA, la unidad post-anestesia donde estábamos la flor y nata de los operados de ese día, vigilados de manera continua para evitar que alguna complicación estropeara nuestro sueño de nunca volver a estar allí. Boca arriba, sin poder moverme, con un manguito que me tomaba la tensión cada 15 minutos, día y noche, y un sensor de saturación de oxígeno que a poco que se moviera del dedo hacía que saltaran todas las alarmas. Pensé mucho y dormí poco, a pesar del colocón de enantyums, nolotyles y hasta morfina (aunque esta operación “es lo de menos” duele bastante). Mientras observaba a los compañeros de habitación que mi limitada movilidad y mi postura me permitía, fui consciente de que las seis personas que allí estábamos, teníamos en común una noche en vela y una nueva cicatriz, de las que no se olvidan, porque siempre nos recordarán que son otro paso dado.
Unos habrían dado una gran zancada y otros quizás dimos un paso pequeño porque ya llevamos mucho camino recorrido, pero en cualquier caso, pasos son.
Y si algo he aprendido de esta enfermedad es que para poder avanzar, a cada paso que se va dando, hay que echarle mucho valor. Cada vez que me miraba la teta nueva pensaba en que otra vez había llegado el momento de buscar y sacar esa fuerza que una vez tuve y que guardé, creyendo que una vez terminado el tratamiento, no la volvería a necesitar.
La recuperación física está siendo llevadera, sobre todo cuando te quitan los drenajes y el paso de los días hace desaparecer al robot que controla tus movimientos. Las nuevas y estéticas cicatrices me tiran un poco, la espalda me molesta, el brazo izquierdo lo muevo poco, llevar una faja día y noche no es divertido y tengo la sensación de que jamás volveré a dormir boca abajo, pero lo que más cuesta sin duda es volver a encontrar la fuerza de aquella amazona zurda. La misma que tuve que sacar para que una teta no tuviera la capacidad de destruir 35 años de autoestima. Fuerza para ir mirándome y que duela cada día un poco menos. Fuerza para terminar la fase que ahora empieza y que me da que no será un camino de rosas.
La cirugía plástica me ha quitado una gran cicatriz y me ha dado una nueva teta, y a mí me corresponde conseguir que mis heridas no sangren de pena. Es el momento de aprender la enésima lección de vida, de quererme de cicatriz para fuera, de aceptar lo que fui, lo que soy y lo que nunca seré.
Tiran más dos tetas...Así que si ya lo hice una vez con sólo una, volveré a conseguirlo con las dos.