miércoles, 15 de marzo de 2017

El fin de esta historia y el principio de todas las demás

Llevo meses queriendo teclear el título de este capítulo, decidido desde hace mucho, desde el momento en que comencé a escribir mi historia. Esta frase ha retumbado en mi cabeza un montón de noches, en las que antes de dormir me repetía:  - Esto también pasará, llegará el fin de esta pesadilla… 
Recuerdo las palabras de la radióloga el día que me hicieron el escáner; parece que ha pasado un siglo y ni siquiera ha vuelto a ser mayo todavía: -Es un año malo, pero después volverás a recuperar tu vida- me dijo, mientras en la pantalla de un ordenador se cargaban imágenes de mi espalda, mi hígado y mis pulmones. Lugares en los que buscar metástasis.
Ese día yo no sabía aún nada de todo lo que hoy sé; hacía apenas una hora que me habían dicho que tenía un tumor, que me habían sacado sangre en una sala llena de enfermeras dándose el relevo y contándome casos de amigas, cuñadas y gente que estaba estupendamente después de pasarlo. Acababa de salir de una prueba en la que iban a evaluar hasta dónde había llegado mi cáncer. Estaba en plena montaña rusa.
¿Un año? No voy a poder aguantar tanto, fue lo único que pude contestarle.
Hoy, 15 de marzo del año 2017 termina esta historia, de momento y ojalá que para siempre.  Dieciséis chutes de quimioterapia, una cirugía radical, veinticinco sesiones de radioterapia y veinte entradas a un blog. Y aquí sigo, trescientos trece días después, y los que vengan. Yo, que no daba un duro por mí, parece que lo he conseguido.
Soy consciente de que aún me queda mucho camino por recorrer. Para empezar, tengo entre las asignaturas pendientes toda la parte estética, que es posible que me lleve tiempo. ¡Hay que elegir las tetas nuevas y eso quiero hacerlo bien!
Además, cuando por fin vuelva a ser mayo se inauguran las revisiones, espero que la primera de muchas. Así que, considerando que las consultas con la oncóloga serán para siempre, la radióloga se confundió aquella tarde; Este proceso no dura un año, dura una vida entera.
Me toca aprender a vivir con eso y aceptar, con la perspectiva que sólo me dará el tiempo, lo que me ha pasado y, sobre todo, lo que quiero que pase a partir de hoy. Ahora es el momento de intentar recuperar mi vida, aunque sé que jamás será, ni quiero que sea, como la que tenía antes de que un tumor luminal se cruzara en mi camino.
Siento que es el momento de ir cerrando etapas. De ir terminando esta historia para poder empezar todas las demás. Y este blog ha sido eso, la historia de mi cáncer por capítulos, y el cáncer ya no está. Son las últimas palabras que quiero dedicarle.
No es una despedida definitiva; mucha gente ha leído mis historias, ha seguido mis avances a través de cada episodio y algunos incluso me escriben y me cuentan que han aprendido un montón sobre el cáncer (de mama) y sobre cómo nos sentimos los que nos enfrentamos a esta enfermedad. Yo, que egoístamente he contado mi historia para sentirme mejor, soy incapaz de imaginar que esto le haya servido a alguien más, pero si así ha sido, habrá merecido doblemente la pena.
Por eso, es posible que después de la primera revisión vuelva a escribir, o que cuente mis avances con la cirugía plástica y reconstructiva. Según me vaya pidiendo el cuerpo. Lo que sé es que hoy, y por suerte, no tengo nada nuevo que contar.
Son muchos los blogs que sigo, blogs de personas como yo, que podrían ser yo, con cánceres como el mío, con sentimientos semejantes a los que yo tengo y que, de repente, un día dejan de escribir. Lo más normal es que una vez se supera esta etapa y va pasando el tiempo, tanto el cáncer como el blog pierden protagonismo en la vida del enfermo o, mejor dicho, del superviviente.
En estos casos, la falta de noticias es en sí una buena noticia, pero mi delirante imaginación siempre piensa: - ¿y si no escribe porque le ha pasado algo? ¿Y si ha pasado lo peor?  
No quiero despedirme del cáncer a la francesa, porque hacerlo sería dejar mi historia sin final, y una historia sin final siempre deja abierta la posibilidad de una segunda parte. No quiero secuelas de este cuento.
Y la mejor manera de terminar es por el principio…
Así empezó mi historia: “Una de cada ocho mujeres tendrá un cáncer de mama en su vida”.
Es cierto, he sido esa octava a la que le ha tocado el cáncer. Pero hasta que las pruebas de imagen y los marcadores tumorales no demuestren lo contrario, desde hoy, soy una de las otras siete.
Aquí está mi final feliz.

Y colorín colorado, mi calvario ha terminado.

lunes, 20 de febrero de 2017

La brújula

La palabra carcinoma consigue que no sepas dónde estás, que pierdas el rumbo. Al menos, ese es mi caso. Pero, a veces, hay que perderse para encontrarse. Ese también es mi caso. Ha sido necesario perder el control de mi existencia para empezar a encontrarla. ¡Disfrutando de mis contradicciones!
Volver a encontrar los puntos cardinales de mi vida me está llevando mucho tiempo. En todos estos meses ha habido días en los que me orientaba a la perfección y, por el contrario, también los ha habido en los que no sabía ni por dónde salía el sol. Pero con el tiempo, se aprende a vivir con esto, te vas encontrando, y poco a poco, esas piezas del puzzle vital, que tras la sacudida del diagnóstico salieron disparadas, van volviendo a encajar.
Llega la radioterapia, y con ella, todo termina de cobrar sentido. La verdad es que si no fuera porque tener que pasar por unas sesiones de radioterapia implica que hay posibles células malas, se lo recomendaría a todo el mundo. Sobre todo, a los que no encuentran el norte.
De todas las etapas que he quemado, es la menos traumática, al menos de momento y ya voy casi por la mitad. Mi tratamiento consiste en una dosis total de 50 Gy que atravesarán mi cicatriz y mi espacio supraclavicular en veinticinco sesiones, una cada día. 2 Gy diarios para terminar de encontrarme. Me he librado de la radiación en la axila, pero vamos, ya puestos a enchufar la tostadora, me habría dado igual.
Antes de las sesiones te hacen un escáner, para determinar dónde es más probable que quede alguna célula loca y perdida, y sobre todo para conocer con exactitud dónde están los órganos para no achicharrarlos. Yo que soy una amazona de las zurdas, agradezco esta precisión y meticulosidad, ya que gracias a estos miles de cálculos no me fríen el corazoncillo, que de momento, aún funciona.
Cuando sales del escáner te regalan la brújula torácica. Cuatro puntos de tinta negra tatuados en la piel, formando una cruz, constituyendo lo que será la nueva rosa de mis vientos. En mi caso, además de marcarme sobre el tórax el norte, sur, este y oeste, tengo un punto extra apuntando al noroeste. Siempre me costó orientarme y debió verse en el escáner... Con ellos consiguen que durante las sesiones siempre te pongas en la misma posición, que no te desorientes, que la máquina sepa cuál es el rumbo fijado.
A simple vista estos puntos cardinales apenas se ven, pueden incluso confundirse con pecas o lunares, pero yo los conozco y cada vez que los miro, sobre todo el norte que es el que más veo, me digo a mi misma : -Ya sabes hacia dónde vamos, no te vas a volver a perder .
Y con la brújula nueva, recién tatuada, empiezan las sesiones. Mi hora son las seis de la tarde, de lunes a viernes, en el mismo sitio y con la misma gente; un montón de perdidos como yo con sus nuevas brújulas. Conozco los nombres de los que entran antes que yo. Está Paco, el hombre de bigote que siempre se coloca en el mismo asiento de la sala de espera. Victoria, una amazona de las mías, que siempre va con su marido, que también tiene un bigote enorme. ¡Qué diferencia con la sala de espera de la quimio, aquí casi todos tenemos pelo! Y muchos más, que por tener la sesión después de mi no sé sus nombres, pero conozco sus historias.
Las sesiones son cortas, por no decir que cortísimas. Te colocas en la camilla, brazo izquierdo sobre la cabeza, cabeza girada 45º al lado contrario y lo más importante, una vez que los técnicos han alineado su norte con el tuyo, ya no te puedes mover. Respirar y pestañear sí te dejan…
Los técnicos se van de la sala y ahí te quedas, rodeada de soledad electromagnética. ¿Qué mejor momento para reencontrarse?
Los dos primeros días los pasé mirando a mi alrededor. El campo de visión es limitado por la posición de la cabeza, y la curiosidad grande. No se ve nada, no se siente nada, no duele, ni pica, ni quema. El tercer día la curiosidad inicial había desaparecido y decidí contar los segundos que dura la sesión. Cuando va a incidir el haz sobre ti, se enciende una luz roja en la sala y suena un pitido que indica que hay rayos X de alta energía sueltos. El acelerador lineal (o tostadora) aparece por mi este, como el sol, y hace cuatro paradas antes de desparecer por mi poniente torácico. Cuatro paradas de veintidós segundos en cada una, más cinco segundos extra en las dos últimas paradas. Noventa y ocho segundos, y se acaba la sesión.
A pesar de lo cortas que son, se agradece este parón diario. Da igual si al salir te esperan un millón de asuntos pendientes, lo ajetreado que haya sido tu día o lo que te ha costado aparcar. Da igual incluso si media hora antes te han robado la cartera (aún tengo la esperanza de que me llamen porque la han encontrado y me devuelvan la documentación). Durante los minutos que estás sobre la camilla, el resto del mundo se para, y yo también, ya que no puedo moverme.
Así que, lo mejor es cerrar los ojos y pensar. Y encontrarse. Hay días muy trascendentales en los que me lamento por estar ahí, inmóvil, enferma. Hay otros días en los que me felicito por haber llegado hasta aquí, inmóvil, curada, orgullosa de haber superado las etapas anteriores. Y luego hay otros días en los que simplemente no pienso en nada, o sigo el consejo de mi sobrino cuando no puede dormirse, hacer un abecedario de animales…Ardilla, ballena, cachalote, delfín, elefante…pero nunca lo termino. ¡No hay animales que empiecen por x ni w!
Hoy cumplo 24 Gy, ya veo la luz al final de este largo túnel, y cuando salga de él…sabré donde está mi norte.

Yegua, zorro… y fin del tratamiento.

domingo, 22 de enero de 2017

9 de enero de 2022

Desde que me diagnosticaron el cáncer, no hago planes más allá de cinco años. No ha sido elección mía, me baso en la medicina. No sé la razón científica, pero los estudios sobre recaídas, supervivencia libre de enfermedad, efectos de nuevos tratamientos, etc, ponen como meta este plazo. A algunas personas, incluso si pasan sesenta meses tras la enfermedad, les dan el alta y se consideran curadas. La razón verdadera la desconozco, pero a veces pienso que alguien, en algún lugar, ha estudiado la esperanza de vida de una célula cancerígena, y que trascurrido el plazo de cinco años, esas células se mueren de viejas, o de aburrimiento.
Estar viva al menos cinco años después del diagnóstico es también mi horizonte. Concretamente mi primera meta es el 9 de enero del año 2022. Justo ese día habré completado la última etapa de tratamiento, la más larga. El tamoxifeno. La primera pastilla la tomé el 9 de enero, y la duración del tratamiento son, como no podía ser de otra forma, cinco años. Mil ochocientas veinticinco pastillas que mantendrán a raya los estrógenos que alimentaron el crecimiento de mi tumor. Mil ochocientas veinticinco veces que recordaré que tengo (o he tenido) cáncer.
Mi nuevo status se resume en esta foto, una inversión perceptual creo que la llaman. Soy ambigua, como la mujer de la imagen. Soy joven, podría ser la chica de nariz respingona y con sombrero que está de espaldas, no se le ve la cara, pero podría tener treinta y cinco años y haber pasado por un cáncer de mama. Sin embargo, hormonalmente, me parezco más a la otra persona que se ve en la foto. Exagerando un poco, soy una anciana. Soy esa viejica de mirada triste y barbilla prominente.
No es la primera vez que observo esta imagen y hasta ahora siempre me aparecía primero  la mujer joven, ¿por qué ahora ya no la veo a ella en el primer vistazo? Quizá sea uno de los efectos secundarios del tamoxifeno, sentirse identificado con iguales.  Y yo, a pesar de que no lo soy, a veces me siento una anciana en un cuerpo joven.
No debo ir desencaminada, y así debe verme también alguna gente. Cuando volví al trabajo después de la operación y el parón navideño, una compañera me dijo que me veía la misma sonrisa juvenil de siempre, pero que en la mirada parecía que había envejecido una década (espero que no lo dijera porque me viera alguna arruga).
Después de lo que llevo pasado, una pastilla diaria no tendría que tener la menor importancia. Es más, además del efecto terapéutico como modulador de los receptores estrogénicos (esta descripción no es mía, la he copiado del larguísimo prospecto) tiene un efecto beneficioso sobre mi calenturienta mente. He leído que, a veces, cuando la gente termina un tratamiento oncológico, puede aparecer un sentimiento de desasosiego. Una versión del síndrome de Estocolmo pero en el Hospital de día. Sentir que ya se ha terminado el tratamiento y que hasta la siguiente revisión no se puede hacer nada, “sólo” vivir, o intentar seguir viviendo.  El tamoxifeno en este caso es mi pastilla contra esa desazón, porque cada vez que lo tomo, sé que si por mi cuerpo queda alguna célula de las malas, la estoy matando de hambre. Por fin estoy dejando de ver mitosis al cerrar los ojos.
A pesar de todas estas ventajas, considero que tengo un comportamiento particular a la hora de aceptar las etapas de mi enfermedad. Aspectos que a otras amazonas les han parecido importantes, para mí no lo han sido, mientras que otros que para el resto son secundarios, en mi caso me han dado mucho que pensar. Esta rareza, por ponerle un nombre suave a mis paranoias, la corroboré en la revisión tras la operación. La ginecóloga me preguntó que qué había sido peor para mí, si la quimioterapia o la cirugía. Es la versión negativa de “¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. La mayoría debe de decir que lo peor es la quimio;  lo sé por testimonios de otros enfermos y por la cara que puso la ginecóloga cuando yo elegí la cirugía. Cualquiera de las dos etapas fue horrible, eso no es discutible pero, a diferencia del resto, los días después de la operación fueron para mí infinitamente peores que los dieciséis pinchazos de quimioterapia. Y eso que no me dolía…
Con respecto a esta nueva etapa con el tamoxifeno, mi comportamiento está también alterado. Sé que es algo reversible, que los posibles efectos secundarios son llevaderos, que en realidad no soy una menopáusica en sentido estricto…pero no puedo evitar pensar en la imagen de la joven y anciana.
Una vez más, debo considerarme afortunada en mi desgracia. Conozco algunos casos con tumores hormonodependientes como el mío a los que esta alteración hormonal les produce muchos efectos. Yo, por el contrario y de momento, no la llevo mal. Como me pasó con la quimio, de los infinitos efectos secundarios que puede tener esta pastilla, yo no tengo ninguno. El más común de todos son los sofocos, y yo, como soy friolera, ni siquiera los siento. Bueno, siendo sincera, a veces noto cómo se me calientan las orejas pero, vamos, ni siquiera le doy importancia, y menos en estos días gélidos de enero.
Me guste o no tener una parte de anciana estrogénica, es lo que hay. El tamoxifeno, junto con la radioterapia que pronto empezaré, son los ases que me quedan en la manga para llegar a mi meta de dentro de cinco eneros ¿Qué pasará después? ¿Qué será de mí el lunes 10 de enero del año 2022? No tengo nada planeado, pero ya no tendría que tomar pastillas, ya no formaría parte de esos gráficos que analizo, en los que el eje X no va más allá de cinco años. Con suerte mi nuevo eje de abcisas se ampliará hasta…que me pise el autobús.
Lo explico. Son muchas, quizá demasiadas, las ocasiones en las que he pensado en la muerte estos últimos meses. Al contar mis pensamientos macabros a personas de mi entorno, algunas me decían que sí, que claro que podría morir si me pisaba un autobús al salir a la calle. ¿Por qué todo el mundo pone el ejemplo de morir pisado por un autobús o en su defecto que te caiga un macetero al ir andando cundo hablan de muertes improbables? Son tantas las veces que me lo han dicho, que creo que empiezo a pensar que pueda ser la causa de mi muerte.

Dejando a un lado la broma, no sé si a partir de ese día de 2022 dejaré de ver a la anciana de la foto en primer lugar. Si conseguiré que mi sonrisa juvenil le gane a la triste experiencia que me envejece la mirada.  Sea como sea, de una cosa estoy segura, quiero llegar a convertirme en anciana por edad, y no sólo por las hormonas.

domingo, 1 de enero de 2017

Amor fati

Me he acostumbrado a las malas noticias. Mi mente ha aprendido a plantear el peor escenario posible, y por desgracia, en bastantes ocasiones no me he equivocado. Ya he hablado de esto anteriormente, no es nada nuevo. La novedad en mi modus operandi es que he dejado de buscar un por qué. Me he dado cuenta de que no lo hay. Intento no martirizarme buscando esa razón lógica que me responda a la gran pregunta: ¿Por qué a mí? ¿Cuál es la probabilidad de tener un cáncer con mi edad? No hay componentes genéticos conocidos, mi estilo de vida no es tan malo como para justificar la existencia de un tumor, no me he expuesto a demasiados productos cancerígenos en mi ambiente laboral; ni siquiera podría atribuírselo a ninguna maldición o hechizo de una bruja. Será cosa del destino. Hablemos del destino.
Amor fati.  “Amor del destino”. Un buen amigo a menudo usa esa expresión cuando le cuento mis penas, y en los últimos meses, por desgracia, me la ha dicho bastantes veces. Amor fati es una actitud que a mi modo de ver es la única manera de encajar el exceso de desgracias en la vida. Según esta teoría, todo lo que sucede, incluida la amargura y las pérdidas, hay que verlo como algo positivo, ya que forma parte de un proceso, cuyo destino final es algo bueno.
Recuerda un poco a la teoría de Frankl en su libro “El hombre en busca de sentido”, que las personas en los campos de concentración podían soportar condiciones extremas de sufrimiento si eran capaces de encontrarle un significado. No importa la genética, ni la juventud, ni la fortaleza; lo que importa es saber encontrarle sentido al sufrimiento. No pretendo compararme con las víctimas del Holocausto, ni mucho menos, pero en lo que a mis desgracias se refiere, es muy difícil encontrarle significado al dolor, sobre todo cuando éste es tan intenso, tan agudo, que lo único que apetece es cerrar los ojos y esperar a que pase.
Es complicado aplicar este término a toda mi vida, y más contando que el futuro es impredecible y mi objetivo final aún está por determinar. Pero el pasado 2016, que por suerte ha quedado atrás, ha sido mi ejemplo perfecto de “Pequeño Amor Fati”.
Han sido meses muy dolorosos, en los que le vida me ha dado golpes duros, algunas veces tan seguidos que ni siquiera he tenido tiempo de coger aire para esperar al siguiente. Yo, que vivía convencida de que el mundo, o al menos mi mundo, era un lugar agradable y que a las personas buenas les pasan cosas buenas. ¡Qué ilusa!
Mi balance: ya que la cosa va de términos latinos…Annus horribilis. Entre esos golpes, que también recibimos los que nos consideramos buena gente, está el cáncer. Aceptar una enfermedad, que está avanzada en el momento del diagnóstico por el tamaño del tumor y un ganglio centinela positivo, que hay que recibir quimioterapia con todos y cada uno de sus efectos, que la operación será radical y que, además, hay que quitar los ganglios en busca de metástasis. Qué palabra más horrible.
Mis posibilidades de resultados ganglionares eran todos malos: macrometástasis, micrometástasis o células aisladas. En ningún caso me planteé la posibilidad de que salieran limpios ya que, como he dicho, me he acostumbrado a las malas noticias, y la sombra del centinela positivo rondaba por mi cabeza permanentemente. He llegado a estar tan obsesionada con las metástasis ganglionares que recuerdo haber soñado que me habían extraído veintisiete y los resultados de anatomía patológica decían que había afectación en veintinueve. ¡El colmo de la desgracia es que los ganglios afectados se multipliquen fuera del cuerpo…!
Unos días antes de que acabara el año, llegó el informe de anatomía patológica. Los resultados del análisis del tumor no merece la pena comentarlos mucho. Era un tumor, eso ya se sabía. Medida final, 1.5 cm; no respondió muy bien a la quimio ni ha habido remisión completa, pero ya no eran los casi 3 cm iniciales. Algo es algo.
Lo importante, la causa de mi angustia, los ganglios. No había veintinueve afectados. Ni siquiera habían extraído tantos en la operación. Me habían sacado quince y el informe del patólogo ponía, textualmente, “SIN EVIDENCIA DE INFILTRACIÓN TUMORAL”. Un escenario que no había contemplado, una buena noticia por fin. Y encontré el significado a este año. El 27 de diciembre, por poco no llego. Todos mis sufrimientos tuvieron un sentido: ser consciente de que soy afortunada dentro de mi desgracia. Me voy a curar. Cuatro palabras que justifican todas y cada una de las lágrimas.
Este año que hoy empieza lo hago con el pelo corto, con quince ganglios y una teta menos y con una cicatriz muy grande, pero también empieza sin tumor, sin cáncer, sin células ávidas de dividirse para matarme.

Este es mi nuevo destino, y éste sí me gusta. Amor vitae.