Llegó el día de la operación,
doce del doce. ¡Qué buen día para empezar el resto de mi vida sin cáncer! Lunes
de niebla en Madrid, 7 de la mañana, lista para el quirófano. Sentí frío, como
el día. Temblaba, ya no sé si del frío, de los nervios o por ambas cosas.
Había soñado con ese día desde el
momento del diagnóstico, y más cuando me dijeron que la quimioterapia se daba
primero. Es duro convivir tantos meses con un tumor, poder tocar la causa de
tus males e incluso observar cómo evoluciona con el paso de las sesiones.
Durante los meses de la quimio
pasé mucho tiempo imaginando cómo sería la operación y, por fin,
había llegado el día. Podría haber sido un día relativamente feliz, pero
no nos engañemos: cuando en la frase entran las palabras cáncer y quirófano, el
día no puede ser demasiado festivo.
Esta vez yo no tenía que hacer
nada, la segunda etapa iba a durar apenas unas horas, y las iba a pasar
durmiendo. Nada que ver con la carrera de fondo que había sido la quimio; el
fin de mi cáncer en una sola mañana. Parece magia…
Estaba en el quirófano. El reloj
marcaba las 8:58 cuando la anestesista me dijo que buscara un destino para
escapar mientras me operaban. Ya no tuve tiempo de más; me dormí en cuestión de
segundos. 9:00 de la mañana, lo último que vi antes de dormirme en la camilla
del quirófano 5. Cuando me desperté ya había subido otro escalón, sin esfuerzo,
sin dolor ni transaminasas altas. Tantos días imaginando la cirugía, y me la había
perdido.
Lo primero que hice al despertar
fue mover los dedos de los pies y las manos, control de daños, por si me había
quedado inmovilizada. ¡Qué alivio!, podía mover todos mis miembros, todo estaba
en orden. “Sólo” me faltaba la teta. Objetivo conseguido.
Fue un gran paso, todo lo malo está
fuera, “el fin de esta historia y el
principio de todas las demás”. Y sin embargo ha sido el peor día de mi vida.
Cada vez que a un día le he dado la categoría del peor de mi existencia,
inmediatamente después he pensado: - o no.
¿Cuántos peores días hay en la vida
de una persona? En principio, el peor sólo debería ser uno pero, al menos en mi
caso, son varios los que se disputan este premio. También cambian; un peor día de hace meses o años, puede que ahora tenga la
categoría de día torcido.
No sólo el doce del doce, también
el trece, el catorce, e incluso el quince. Quizá hoy también lo sea. Digamos
que este diciembre está lleno de peores
días, y la culpa es sólo mía, porque ingenua de mí, estaba convencida de que
lo peor había pasado.
He oído mil testimonios de
veteranas diciendo que lo más duro es la quimioterapia, y esa etapa yo la tenía
más que superada. No soy tan tonta como para pensar que una mastectomía radical
modificada con linfadenectomía es un paseo por la nubes, pero si todo el mundo
opina que la quimio es lo peor, ¿quién soy yo para decir que no?
Estos días, por contra a lo que
opina el resto, han sido con diferencia mucho peores que la quimio, porque por
primera vez me he sentido enferma, y no hay peor enfermedad que sentirse
enfermo. No me refiero a nada físico; los dolores han sido pocos y los tenían totalmente
controlados. Los drenajes han sido una molestia, pero en tres días estaban los
dos fuera y yo con el alta médica en la mano; la herida no tiene puntos ni
grapas que haya que quitar. Muevo el brazo, no tengo linfedema (de momento), ni
seroma, ni infecciones, ni ninguna complicación, a excepción de un hematoma tan
grande que le he puesto nombre, ya que convivirá conmigo varias semanas.
Fueron setenta y dos horas de
hospital, nada en la inmensidad de este proceso, pero fueron días de
desesperación mirando los cm3 del drenaje, porque tiene que drenar
menos de 30 ml diarios o no te lo quitan. Días de lágrimas ante la belleza de
las decenas de flores que decoraban la habitación 249 (por las que doy gracias
a todos). Recuerdo con horror la mañana del día siguiente, martes trece. Ni te
cases, ni te embarques … ni te hagas una cura. Mareada, a punto de vomitar,
sudores fríos. Iban a descubrir la herida. Me dijeron que si no estaba
preparada que no mirara. La curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo… En
cuanto quitaron la venda, miré. Ya me había mareado sin ver nada, así que, en
el peor de los casos me marearía otra vez, y ya todos estaban preparados. Me habían
acostado, y una enfermera amablemente me hacia aire. Como suele pasarme, mi imaginación
fue peor que mi realidad. No estaba la teta, es cierto y es muy duro, pero
tampoco el cáncer. La cicatriz es grande, pero no tenía mala pinta. Es como una
sonrisa que termina en la axila. El morado no había por donde mirarlo, ni ese
día ni ninguno.
Fueron y están siendo días de
malos pensamientos, de volver al fondo de la montaña rusa, de tener desinflado
el flotador, de sentirme tan mal como cuando todo comenzó. De no querer hablar
con nadie, de no querer ver a nadie, de no soportarme ni yo. Días de miedo.
Si no ves el vaso medio lleno,
está claro, está medio vacío. No creo que haya pasado otra etapa, sino que
tengo una oportunidad menos de curarme. He gastado dos de mis cuatro cartuchos:
la quimio y la cirugía. Ya “sólo” me quedan las bazas de la radioterapia y las
hormonas. ¿Qué pasará si todos estos pasos no sirven de nada? ¿Qué pasa si me
quedo sin opciones? ¿Cuántos peores días
de mi vida me quedan por pasar?
Es posible que, ahora sí, lo peor
haya pasado. ¿O no?